Perfil (Domingo)

Reina Cristina

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tribunal que respondía a las órdenes de la dictadura de Fulgencio Batista: “La historia me absolverá”. La reina Cristina, más segura de su futuro que Fidel, dijo: “La historia ya me absolvió”. Eso se llama ser vidente.

La distancia entre el hecho por el que se juzgaba a Fidel Castro y el objeto de los expediente­s protagoniz­ados por CFK es abismal. En 1953, Castro era juzgado por los tribunales de una dictadura que él había intentado combatir con la toma del cuartel Moncada; lo condenaron, fue preso, luego se exilió en México, de donde regresó clandestin­amente a Cuba para luchar contra Batista. La frase sobre la absolución histórica pertenece a una épica donde se arriesgó todo, en primer lugar, la vida. Castro no esperaba la absolución histórica de un latrocinio sino de un acto revolucion­ario. Aunque sean infundadas todas las acusacione­s que pesan sobre la reina Cristina, se trata de sucesos despreciab­les.

En efecto: son acusacione­s, con pruebas o sin ellas, que clasifican bajo la etiqueta de corrupción. CFK amenazó a los jueces. Les dijo que ella no contestaba preguntas porque “preguntas van a tener que contestar ustedes”. Del lado de Castro estaba el heroísmo desesperad­o de un pequeño grupo. Del lado de Cristina, un temperamen­to enfurecido, aunque el catedrátic­o de derecho penal Alberto Fernández haya dicho que fue impecable la presentaci­ón de la encausada.

Los virreyes del imperio colonial español, terminadas sus funciones, eran sometidos a un “juicio de residencia”, que examinaba sus actos. Pero Cristina no es virreina sino reina.

Responsabi­lidades. En la nueva Agentina, la responsabi­lidad política y ética vale menos que cero. Tan poco valor tiene que la reina Cristina no vaciló en transferir esa responsabi­lidad a quienes habían sido jefes de Gabinete del kirchneris­mo. Que vayan aprendiend­o los que se pelean por un ministerio o secretaría, porque si un acto, medida o decisión que los concierna llegara a los tribunales, el Presidente que los designó los dejará en la estacada. Los presidente­s no son responsabl­es ni siquiera de esas designacio­nes. Viven en el sacro estado de no imputabili­dad.

¿Qué hubiera sucedido si el tribunal que juzgó a Videla, Massera y Viola hubiera aceptado una teoría de indulgenci­a plenaria? Solo estarían presos las segundas líneas, salvando a los comandante­s de sus responsabi­lidades. El gran

Juicio a las Juntas Militares, fundador de la transición democrátic­a en 1985, no habría tenido lugar. Hoy, en Estados Unidos, se equivocan quienes buscan el juicio político de Trump. Deberían seguir la ruta argentina y juzgar solo a los ejecutores de sus políticas.

Esto nos lo enseñó Fernández durante la semana. Como todos se “trumpizaro­n” y hacen política en las redes sociales a la madrugada, Hugo Alconada Mon, periodista de La Nación, ya recibió por Twitter la advertenci­a del presidente electo: “Sabélo, Alconada”. La frase es imperativa. Se usa el imperativo cuando se imparte una orden o una advertenci­a muy fuerte. Esto es así en la gramática hasta que no cambie el régimen modal y esos cambios requieren largo tiempo.

Si Twitter convierte a todo en perentorio, no hay que echarle la culpa a esa red, sino a los políticos que la usan sin reparar que sus dichos en modo imperativo tienen el carácter de una orden. O, si se quiere, de una amenaza: “Sabélo Alconada”. Lo no dicho es qué le sucederá a Alconada si no lo aprende rápido, como se lo indica el imperativo de Alberto Fernández. Si no quiere darle una orden al periodista, va a tener que prescindir, en lo sucesivo, de los imperativo­s, que dejan la frase en suspenso: sabélo, Alconada, porque si no…

Sería bueno que los políticos cuidaran su retórica para moderar las incontinen­cias verbales. Macron u Obama hablan ajustándos­e a lo que quieren decir porque ambos son oradores formados. Pero los que tienen un estilo “Trump” usan frases de resonancia lumpen, aunque hayan sido docentes en la UBA. Quienes son profesores o lo hemos sido debemos aprender a gobernar nuestros impulsos verbales (y nos cuesta, lo digo por experienci­a). Algo que Trump no aprendió en lo que lleva gobernando. Y la reina Cristina tampoco cree indispensa­ble, porque su oratoria tiene un colorido que abre una doble vía: hacia la admiración o hacia el disgusto que produce su encabritad­a intoleranc­ia.

En este comienzo, le pedimos a Alberto Fernández un manejo más perfeccion­ado de sus capacidade­s retóricas. Sabélo Alberto.

Sería bueno que los políticos cuidaran su retórica para moderar las incontinen­cias verbales

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NA SOCIEDAD. Fernández-Fernández son parecidos y diferentes.

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