El arte de reconfigurar un Santo Grial para crear un juguete rabioso
La nostalgia es algo raro, mutante, una perla que puede tener el valor de un alfajor (y su candor) o el de un cacho de plástico que puede cortar ahí donde la ficción no se animaba a hacerlo con tanta furia. Por un lado, hoy, los piratas locales se divierten con The Mandalorian, la serie original de Disney+ que toma el mundo de las Star Wars clásicas para generar una serie donde se mezcla el hipo del mito (ese grandes éxitos que es la aparición de cualquier microparcela, personaje o hito reconocible, manufacturado, vendido y empaquetado) con el nervio de saber contar usando esa alfombra mágica llamado nostalgia geek (pero finamente tejida para ser trendic topic y miles de millones). Es un uso no nuevo pero ya no penitente del mito: si no se comparte que es Star Wars, no se trata de humillar. Se trata de comprender cómo circulan estos objetos que nos rodean, que nos penetran culturalmente (queramos o no) y que reconfiguran a otros objetos dados, básicos, naturales hasta que se los cubre con ese plus. En este caso, el relato de género.
Watchmen funciona así. Comenzó como la secuela de Watchmen, un cómic fundamental del género de superhéroes que bajaba a un plano realista su absurdo, su despotismo y su imposibilidad. Era cool y violento, era agresivo y cándido. Sabía mezclar todo y parecer todopoderoso (al menos en los límites del género). El showrunner Damon Lindelof decidió tomar esa historia, ignorar lo hecho hasta ahí (sea la película de Zack Snyder o los cómics de DC Comics que continuaron la saga) y aprovechó el carisma de la nostalgia, de la necesidad de unos pocos de saber qué había sido de aquellos personajes.
Una necesidad que él convierte inteligentemente en pandemia: sus años en Lost y The Leftovers lo han hecho una mezcla radiactiva de un zángano y un genio, de alguien que sabe tejer y seducir, pero que quizás termina pronto y seco. Aquí Lindelof copia la escuela Moore (es como querer copiar a un cohete siendo un sifón, pero el chorro es divino). Su resultado funciona, por sobrio, por absurdo y por ensimismado. Watchmen comenzó racial, tomando la ciudad de Tulsa, con mayoría de población negra, como punto de partida para una caja china de guión que hacía de la discriminación y del statu quo sus mejores alteraciones a la norma. Después, prefirió irse a la nostalgia, personaje por personaje, llegando a instantes donde todo se asume serio, enorme y fascinante. Y eso ha logrado: que la serie más política de 2019, ya que nadie ha hecho un show que pegue tan fuerte en la cultura blanca del superhéroe y del control del Estado, sea también la más cachonda por el mito que la generó. Es torpe y orfebre, densa y creída, y aun así hipnotiza en sus coletazos de serial de sábado a la tarde con conciencia de clase.