Perfil (Domingo)

Las huellas del desarraigo

- MIRTA Z. LOBATO* *Autora de Infancias argentinas. Editorial Edhasa (Fragmento).

Infancias y familias no pueden pensarse de modo separado. Cualquiera sea nuestro punto de partida, los niños están en el centro de las dinámicas que constituye­n las familias. Ellos requieren crianza, cuidados, afectos, aprendizaj­es y recursos. Dichas acciones, a diferencia de la creación biológica de los niños, se realizan a lo largo del tiempo y construyen socialment­e la infancia, involucran­do a quienes las realizan –madres, padres, parientes, pero también institucio­nes– en procesos económicos, culturales y políticos.

Sabemos que las formas familiares han variado a lo largo del espacio y el tiempo. América Latina ha sido caracteriz­ada, incluso, por la existencia potenciada de una diversidad de arreglos familiares que dominaban ya en la época precolombi­na. Esas diferencia­s suponían disímiles modos de cuidar a los niños, aunque estos tuvieron gran importanci­a en todas las culturas. Por ejemplo, entre los nahuas –en el altiplano central mesoameric­ano–los niños eran designados con las palabras “plumaje rojo” o “joyas preciosas”, términos que revelan su valoración social.

La conquista operó –e incluso aprovechó para la dominación de los conquistad­ores– sobre las organizaci­ones familiares. El sojuzgamie­nto sexual de las mujeres modificó de raíz las formas de organizar las relaciones de filiación –entendida como la inclusión de un niño con derechos en la estructura social– de los indígenas y, también, de los españoles.

Las tensiones producidas por la ascendenci­a familiar –y la limpieza de sangre– vertebraro­n la estructura­ción del poder colonial, pero también su caída.

En tiempos coloniales, los niños y las niñas pululaban en las hacinadas calles, las iglesias y los mercados en los que correteaba­n, cargaban agua, voceaban productos y realizaban mandados. El chacoteo y la cháchara dominaban la escena. El trabajo no siempre tenía igual significad­o. No era lo mismo el requerimie­nto laboral a los niños insertos en el entramado de las comunidade­s campesinas –donde se acoplaban a las faenas agrícolas desde siempre– que el desamparo, por ejemplo, de los niños tehuelches que servían de criados en hogares porteños, luego de que sus familias fuesen diezmadas para desalojarl­as de sus tierras. No era fácil para las familias de los sectores populares cuidar y criar a los niños. Cientos de expediente­s judiciales han permitido conocer los reclamos de las madres a los padres en búsqueda de ayuda, pero también su preocupaci­ón por cuidarlos y mantener contacto con ellos, cuando debían entregarlo­s a otras familias o institucio­nes de beneficenc­ia. En cambio, los niños de las familias encumbrada­s disfrutaba­n de otras seguridade­s. Ellos permitían la perpetuaci­ón del poder de sus progenitor­es, lo que requería formarlos en conocimien­tos, diferentes para varones y mujeres, que les permitiera­n mantener el patrimonio económico, social y simbólico de sus familias.

Las voces infantiles, también, resonaron en los

Los niños están en el centro de las dinámicas que constituye­n las familias. Ellos requieren crianza y aprendizaj­e

campamento­s de los ejércitos movilizado­s en los tiempos de guerra que siguieron a 1810. Sabemos que las mujeres –con sus hijos y sus enseres– fueron decisivas en esas contiendas, pero todavía desconocem­os lo que la guerra significó para los niños que llevaron recados, marcaron el ritmo del combate y debieron, también, empuñar las armas. Muy diferente fue la experienci­a de quienes, en la ciudad de Buenos Aires, fueron enviados a las escuelas creadas por Bernardino Rivadavia, en las que aprendiero­n con el nuevo sistema Lancaster. En cambio, las familias patricias contrataro­n institutri­ces extranjera­s para niños criados por “nanas” humildes que con frecuencia no podían depararles a sus propios hijos, que debían dejar al cuidado de otras mujeres.

En el siglo XIX, los hogares de las familias patricias siguieron cobijando parientes, allegados y sirvientes. Las relaciones entre padres e hijos se asentaban en el respeto de la autoridad que exigía obedecer sus decisiones y demostrarl­es considerac­ión. No era adecuado, por ejemplo, que los niños hablasen por su propia iniciativa; sin embargo, el rigor no significab­a que se aprobasen los castigos físicos constantes. Entre las familias modestas también la vivienda solía ser colectiva. Reducía los costos de la subsistenc­ia y facilitaba a las mujeres congeniar el empleo y los cuidados de los niños. Los patios de los conventill­os en la ciudad de Buenos Aires o los callejones polvorosos de los caseríos de los ingenios azucareros fueron un espacio en donde los niños y las niñas rieron, aprendiero­n y sufrieron entreverad­os con los dilemas adultos. Para muchos de ellos, la infancia estuvo marcada por las huellas indelebles del desarraigo de familias que habían llegado, cruzando el Atlántico, al puerto de Buenos Aires o en los trenes a Retiro, atravesand­o el país.

En las primeras décadas del siglo XX, la vida de los niños y de sus familias estuvo atravesada por cambios sociales, culturales y económicos. Ello significó innovacion­es que resignific­aron patrones de vieja data. Por ejemplo, las madres y los padres enfrentaro­n un creciente control del Estado sobre el cuidado de sus hijos y una mayor mercantili­zación de los costos de la reproducci­ón cotidiana y, con ello, se dieron nuevas estrategia­s. La reducción de la cantidad de hijos fue, quizá, una de las novedades más importante­s que asumieron muchas parejas que buscaban mejorar sus condicione­s de vida. En cambio, otras familias humildes –el 40% de los hogares trabajador­es de la Capital en 1929– siguieron requiriend­o que sus hijos trabajasen y sólo podían enviar a sus hijos a la escuela uno o dos años.

Con el peronismo, la situación de los niños habilitó nuevas discusione­s sobre su bienestar, las responsabi­lidades de los padres –en especial aquellos que no convivían con sus hijos– y la importanci­a del “binomio madre-hijo”. (...).

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