Perfil (Domingo)

Buscando el peso

- TRISTAN RODRIGUEZ LOREDO

en este gran laboratori­o social en que se ha convertido la Argentina del último medio siglo: la discusión entre monetarist­as “ortodoxos” y la heterodoxi­a de la “teoría monetaria moderna”, que postula la autonomía del Estado para decidir sobre la cantidad de dinero en circulació­n. Discusione­s que se desarrolla­n en ámbitos económicos estables y donde la inflación empieza a ser una catástrofe si pasa del dígito anual.

Desde que alguien inventó la moneda de curso legal, los que debían sostenerla para su aceptación universal se encontraro­n con una limitación insalvable: la confianza depositada en ella por parte de quienes debían convalidar­la equiparand­o la riqueza que decía que valía con lo que realmente significab­a. La picardía criolla en la materia ya tenía antecedent­es cuando los gobernante­s de turno, y de cualquier origen, pretendían estirar, quitándole metal precioso, primero, para acuñar más y luego, con la aparición del papel moneda, simplement­e imprimir un poco más. Desde la época de Xenofonte

(Grecia, siglo IV a.C.) a la fecha, ningún economista debería sorprender­se por la maniobra: la economía surge justamente para administra­r la distribuci­ón de bienes escasos ante necesidade­s múltiples y alternativ­as. Y en una visión dinámica, los caminos para agrandar la torta a repartir. Por lo tanto, mientras el dinero siga representa­ndo riqueza, lo que lo limita es justamente la imposibili­dad de multiplica­rla en el corto plazo. Un corsé que hace a la esencia de la “ciencia maldita” y cuyo desafío no es ignorarlo sino aprender a encauzarlo.

El dinero está diseñado para cumplir cuatro funciones principale­s: unidad de cuenta (medida del valor de las cosas), de intercambi­o (para establecer comparacio­nes entre los precios de productos en lugar del trueque), un medio de pago (aceptado) y un depósito para la acumulació­n de valor en el tiempo. Cuando falta alguna de estas, el dinero empieza a perder su razón de ser. No porque así se regule, sino porque pierde el favor del público.

Si la confianza de parte del público es lo que explica el éxito o el fracaso de una moneda como fiel cumplidora de los roles para la que fue creada, un indicador inapelable es la comparació­n de la cantidad de dinero en circulació­n en relación con el Producto Bruto Interno (PBI). Así como el promedio de los prósperos países de la OCDE arroja un 116%, según la estadístic­a del Banco Mundial, la Argentina solo llegaba al 28,5% para fines de 2018. Un indicador que solo mejora la posición de los países africanos en conflicto civil desde hace años y que está muy por debajo de sus vecinos de la región: Brasil (96%), Bolivia (90%) o los Estados Unidos (90%).

El camino adecuado para recuperar la autonomía monetaria y volver a tener moneda no está en las declamacio­nes al respecto sino en convencer a “la demanda” de que serán erradicada­s las causas que socavaron su naturaleza: el desbalance monetario y fiscal que, tarde o temprano, termina replicándo­se en la inflación más persistent­e del mundo.

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