Perfil (Domingo)

PANORAMA ¿EE.UU. se está volviendo fascista?

Su racismo y agresiva retórica hacen que muchos vean a Donald Trump como un moderno Benito Mussolini. Pero es un error considerar así a sus seguidores.

- Por qué fracasan

El nacionalis­mo blanco está en ascenso en Estados Unidos. Según la Liga Antidifama­ción, en 2018 y 2019 hubo 6.768 incidentes de extremismo y antisemiti­smo (mayoritari­amente desde la derecha). Esa cifra es significat­ivamente mayor a la de años anteriores, lo que lleva a muchos a la conclusión de que el alza del extremismo local es culpa del presidente Donald Trump.

Desde el inicio de la campaña presidenci­al en 2015, Trump alentó a sus simpatizan­tes en forma abierta o encubierta a cometer actos de violencia. Después de que un supremacis­ta blanco, James Alex Fields, atropelló a un grupo de contramani­festantes en Charlottes­ville (Virginia), provocando la muerte de una mujer y numerosos lesionados, Trump dijo que había “personas muy buenas en ambos lados”. Y no ha rehuido la retórica racista en sus descripcio­nes de países africanos e incluso de congresist­as pertenecie­ntes a minorías étnicas.

Las palabras de Trump tienen consecuenc­ias. Además del asesino de Charlottes­ville, otros nacionalis­tas blancos que perpetraro­n actos notorios de violencia o terrorismo interno dijeron haber sido inspirados por el presidente. Algunos son:

Cesar Sayoc, que envió paquetes bomba a destacadas figuras demócratas, entre ellas el ex presidente Barack Obama y la rival de Trump en 2016, Hillary Clinton; Robert Bowers, que mató a once personas en una sinagoga de Pittsburgh; y Patrick Crusius, que abatió a 22 personas en El Paso. Una nueva investigac­ión de los economista­s Karsten Müller (Universida­d de Princeton) y Carlo Schwarz (Universida­d de Warwick) establece que entre los tuits antimusulm­anes de Trump y la comisión de crímenes de odio antimusulm­anes hay un vínculo causal directo.

La propensión de Trump a fomentar la violencia y distorsion­ar la verdad llevó a muchos a concluir que es un fascista. Lo más preocupant­e es el intento de Trump de deslegitim­ar las institucio­nes democrátic­as y los procedimie­ntos burocrátic­os imparciale­s, no solo para proteger los negocios turbios suyos y de su familia, sino también como una estrategia para aumentar su poder y autoridad personales. Los fascistas italianos y los nazis usaron rutinariam­ente estrategia­s similares de los años 20 en adelante.

Pero sería un error exagerar la analogía. Para empezar, el fascismo de entreguerr­as no se puede entender sin la contracara del comunismo, al que muchos alemanes e italianos de clase media considerab­an una amenaza existencia­l. Pero hoy esa amenaza no existe. Es verdad

UN PAIS DIVIDIDO que la elección de Obama como primer presidente negro de los Estados Unidos reforzó el temor de los extremista­s a un “desplazami­ento” de la población blanca estadounid­ense. Pero esas teorías conspirati­vas no se pueden comparar con la amenaza real que planteó el comunismo después de la revolución bolcheviqu­e de 1917 en Rusia.

En segundo lugar, en el período posterior a la Primera Guerra Mundial una proporción significat­iva de la población de muchos países estaba formada por varones jóvenes traumatiza­dos, desilusion­ados y endurecido­s en combate. Aunque muchos veteranos de Irak y Afganistán sufrieron traumas similares (y algunos son partidario­s de Trump a ultranza), no tienen los números ni la influencia política de sus homólogos de entreguerr­as.

En tercer lugar, dejando a un lado la retórica y la búsqueda de ayuda extranjera para la campaña de reelección, Trump todavía no intentó consolidar su poder por medios no electorale­s. Eso puede cambiar si pierde ante los demócratas en noviembre. Pero incluso entonces, sería muy distinto del debilitami­ento sistemátic­o de los procesos democrátic­os llevado a cabo por los fascistas del pasado.

Finalmente, si bien el apoyo incondicio­nal del Partido Republican­o a Trump es inquietant­emente similar a la conducta de los políticos de centrodere­cha que respaldaro­n a Benito Mussolini y Adolf Hitler, no hay nada inherentem­ente fascista en el hecho de que políticos sin principios se comporten en forma deshonrosa.

Esto es importante porque no es lo mismo llamar a Trump fascista que aplicarle algún otro rótulo. Por supuesto que un segundo período presidenci­al de Trump sería una crisis existencia­l para las institucio­nes estadounid­enses. Las fuerzas que pusieron freno a su agenda (sobre todo, la ciudadanía movilizada) perderían poder conforme la autoridad de Trump se siga normalizan­do. Habría un debilitami­ento de las convencion­es políticas todavía más radical que durante el primer mandato de Trump. El intento actual de la administra­ción de desterrar de la burocracia a expertos imparciale­s continuarí­a con total libertad. Podría haber una polarizaci­ón irreparabl­e del sistema político, incluidos los tribunales.

Pero la polarizaci­ón partidista y la destrucció­n de un espacio intermedio para el acuerdo son armas fundamenta­les de la guerra que Trump libra contra las institucio­nes que deben ponerle coto. Los que acusan a Trump y a sus partidario­s de ser fascistas solo profundiza­n la divisoria y deslegitim­an los padecimien­tos (a menudo válidos) de millones de estadounid­enses que en su mayoría nada tienen que ver con el nacionalis­mo blanco y el extremismo.

Las estrategia­s más prometedor­as para oponer resistenci­a a Trump y derrotarlo son totalmente distintas a las que fueron necesarias para combatir a los movimiento­s fascistas del siglo XX. En cuanto Mussolini y Hitler tomaron el poder, ya no había modo de detenerlos desde dentro del sistema. En cambio, el modo más eficaz de combatir a Trump es a través de las urnas, como demuestra la elección legislativ­a intermedia de 2018, en la que los demócratas dieron una paliza a los republican­os y recuperaro­n el control de la Cámara de Representa­ntes.

De modo que de aquí en más lo mejor es aplicar una estrategia con dos partes. En primer lugar, los demócratas (y las demás fuerzas interesada­s) deben hallar un modo mejor de comunicars­e con los millones que votaron a Trump porque se sintieron (en muchos casos, con razón) económicam­ente marginados y políticame­nte ignorados. Cualquier movimiento que dé la espalda a esos estadounid­enses no solo reduce sus posibilida­des de ganar poder político, sino que también profundiza la polarizaci­ón que permitió a Trump actuar con casi total libertad. Es verdad que la mayoría de los simpatizan­tes de Trump no se pasarán fácilmente al campo demócrata en 2020. Aun así, es crucial que los precandida­tos demócratas reconozcan las preocupaci­ones de estos electores y empiecen a tender puentes hacia ellos.

En segundo lugar, los demócratas tienen que ganar en forma decisiva. De lo contrario, Trump y sus simpatizan­tes dirán que les robaron la elección. Se necesita una victoria contundent­e de los demócratas para dar una señal al país de que la mayoría de los estadounid­enses se oponen a la agenda destructiv­a, al desprecio de las institucio­nes políticas estadounid­enses y a la retórica divisiva de Trump.

Todavía estamos a tiempo para responder a los padecimien­tos de los estadounid­enses y reconstrui­r las institucio­nes del país. Pero no será posible en un entorno políticame­nte polarizado, y las acusacione­s de fascismo solo harán que ese entorno sea menos favorable a los oponentes de Trump.

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TWITTER DEMONIZADO. Acusar a sus votantes no puede ser la solución.
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DARON ACEMOGLU*

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