Perfil (Domingo)

El silencio en Le Parc y todo Puerto Madero

A cinco años de que apareciera muerto en su departamen­to de Puerto Madero, la historia del fiscal que había acusado a Cristina Kirchner provoca aún más preguntas que respuestas claras. Cinco libros intentan develar el misterio: ¿Quién mató a Nisman? avala

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Natalio Alberto Nisman se miró en el espejo antes de apretar el gatillo. Estaba cansado, pero decidido. La última imagen que vio en su vida fue la de sí mismo reflejada en ese espejo que llevaba días sin limpiar.

Se miró fijo a los ojos y cayó desplomado. El disparo fue en la sien con una pistola Bersa calibre .22 con la numeración 35099, apenas visible. Hacía pocos días había acusado a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de ser parte de un plan siniestro para encubrir el atentado terrorista a la AMIA.

Era domingo 18 de enero de 2015.

El lunes, el fiscal Nisman debía ratificar ante el Congreso de la Nación lo presentado en la Justicia. La muerte fue instantáne­a y generó dos estruendos. Uno más violento que el otro. El disparo por un lado y la caída al suelo de ese cuerpo herido de un metro ochenta y dos. Sin embargo, ningún vecino escuchó nada. Mucho menos los empleados de Seguridad Integral, la empresa que vigila el perímetro del edificio Le Parc. Menos aún sus custodios, que estaban abajo en la cochera. Nadie.

La hora del suicidio se estima cerca del mediodía de aquel domingo de enero. Entre las 13 y las 15 horas.

El cuerpo no tenía marcas ni lesiones defensivas. No había rastros de un forcejeo. Tampoco de una segunda persona en la escena de la muerte.

Nisman ocupaba la unidad 4 del piso 13. La puerta de servicio de su departamen­to estaba cerrada pero sin vuelta de llave. La puerta principal sólo se abre con un código electrónic­o, al igual que el ascensor, que necesita de una clave para funcionar. Todas las ventanas estaban intactas. De hecho, la abertura que admiten es tan angosta que no podría pasar una persona. El balcón es impenetrab­le; por lo menos lo es si la intención es no dejar rastros. Además, cuenta con una red de seguridad que aquel día estaba intacta.

El arma tenía presencia del ADN de Nisman por todas partes. En la empuñadura, en el gatillo, en el cargador. Nisman cruzó su mano izquierda para sostener con fuerza la derecha. Con esta mano portaba el arma, tembloroso. Con esa mano disparó. La trayectori­a de la bala fue de atrás hacia delante y de abajo hacia arriba.

El baño quedó regado de sangre en pocos segundos. El fiscal ejecutó el disparo a menos de dos centímetro­s de su cabeza. Sufrió un “espasmo cadavérico”, es decir que de inmediato el cuerpo adquirió rigidez. Quedó duro en el piso. Tieso. El dedo índice de la mano derecha terminó doblado con el ángulo propio que imprime el accionar del gatillo. Un fenómeno neuromuscu­lar incontrast­able. Algo así como el último esfuerzo voluntario del suicida.

La última orden que su cerebro emitió. La sangre no salpicó el espejo pero sí la mesada del baño, donde quedó una marca evidente de que Nisman había estado de pie observando su propia muerte. La trayectori­a del goteo hemático indica que antes de que su cuerpo se desplomara en el piso, en el mismo instante del disparo, Nisman escupió sangre por la boca producto de las lesiones internas.

El baño estaba ordenado. Sobre la mesada quedó el estuche de las lentes de contacto, el envase del líquido para lubricarla­s, un vaso transparen­te de plástico, varios potes de cremas y seis pomos de pasta de dientes. También quedó arrugado el paño verde que venía en la caja del arma que le pidió prestada la tarde anterior a Diego Lagomarsin­o, su asesor informátic­o, el hombre que llevaba más de ocho años junto a Nisman y que conocía como pocos los secretos del fiscal. Una suerte de hacker privado, servil y funcional.

La bañera estaba seca, sin usar. Al costado quedó el cuerpo tirado. El fiscal vestía short negro y remera blanca. Sus pies descalzos apuntaban hacia al lavabo. El brazo izquierdo cruzaba su tórax. El brazo derecho esta flexionado hacia arriba y su mano había quedado sobre el piso, a la altura del rostro, donde la sangre que emanaba desde la parte trasera de la cabeza de Nisman se confundía con la pulserita de tela roja que llevaba en su muñeca. Nisman la usaba para combatir la envidia.

La cabeza quedó ladeada hacia la derecha y apoyada sobre la bisagra más baja de una puerta entreabier­ta.

El disparo le generó un orificio en la región temporal derecha, sin herida de salida. Debajo del hombro izquierdo, se halló la pistola Bersa modelo 62 con un cargador de tres municiones completas y una en recámara. Entre los pies descalzos y el inodoro del baño, fue encontrada la vaina servida del .22. El disparo resultó certero y terminó con la vida del fiscal.

Sobrevino el silencio en Le Parc. Un silencio ensordeced­or. El silencio de la muerte. Nisman quedó tirado más de ocho horas hasta que fue hallado su cuerpo. La primera persona que lo vio fue su madre, Sara Garfunkel, la misma que lo había dado a luz el 5 de diciembre de 1963.

—No hay dudas –dijo el primer médico en llegar a la escena de la muerte. Se trató de un suicidio. De una decisión extrema de quitarse la vida. De un instante de locura y desesperac­ión. De un hombre acorralado que buscó en forma desesperad­a un arma hasta conseguirl­a.

—Los datos son contundent­es —explicó un policía experiment­ado.

Un solo disparo, un cuerpo sin lesiones, un departamen­to ordenado, las ventanas infranquea­bles, las puertas sin señales de forzamient­o, el acceso al departamen­to custodiado por agentes privados y policías federales. (...)

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TELAM CONMOCION. Su muerte sacudió a la opinión pública.
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