Perfil (Domingo)

En busca de un debate más profundo

- GISELLE GONZALEZ*

El debate sobre la relación Estado-universida­d no es nuevo. Comenzó en los 90 cuando se discutió y sancionó la Ley de Educación Superior en 1995. Es la primera norma jurídica que fija reglas entre estos. Desde entonces los diferentes gobiernos, a sus ritmos e intensidad­es, han sostenido esta ley así como su interés por el involucram­iento del Estado en el quehacer universita­rio.

Una de las institucio­nes a cargo de esta tarea es el Consejo de Planificac­ión Regional de Educación Superior (Cpres), organismo creado por esa ley que divide el país en siete regiones para atender a sus demandas específica­s. El Cpres utiliza un andamiaje institucio­nal novedoso, propio de los organismos que ya funcionaba­n en Europa occidental. Este andamiaje piensa el territorio como unidad de transforma­ción y la educación superior como un conjunto más amplio que la enseñanza universita­ria. Por esta razón, es la única institució­n en el área que reúne en una misma mesa de negociació­n a todos los actores del sistema educativo argentino: los ministros nacionales y provincial­es en representa­ción de la educación media y terciaria no universita­ria, y los rectores de las universida­des públicas y privadas.

Esta institució­n comienza a cobrar mucha visibilida­d a partir de 2003, cuando el país retoma una senda de crecimient­o luego de la profunda crisis de 2001. Sumado a la intención política de usarlo para orientar la demanda hacia carreras poco elegidas. El cambio de signo político en 2015 replanteó objetivos: se buscó flexibiliz­ar las condicione­s de cursada y facilitar la movilidad entre universida­des.

Ahora, el Gobierno afronta un diagnóstic­o que ya había expuesto el gobierno de Cambiemos y es que en ninguna región las carreras coinciden con las demandas laborales, motivo por el cual proponen dar a conocer carreras universita­rias poco pobladas: enfermería y las ingeniería­s nuclear, metalúrgic­a y en petróleo. Los funcionari­os suponen que el punto clave está en mejorar la comunicaci­ón de las universida­des y la difusión de la oferta académica. La premisa oficial es que los jóvenes desconocen esas carreras. Pero no está comprobado en los hechos que los jóvenes preunivers­itarios no posean esta informació­n. Más aún cuando la era digital facilita el acceso a un amplio universo de temas por el dominio que tienen de las tecnología­s. Así planteado, el problema no es informativ­o sino político. Modelar esos deseos es una tarea pedagógica. A mayor escala es responsabi­lidad de la política educativa.

La globalizac­ión obliga a replantear los objetivos iniciales de los sistemas educativos nacionales. El conocimien­to y la informació­n universal están ya en la nube. Esto desplaza la importanci­a que antes tenía copiar contenidos en el aula. Hoy el desafío es enseñar a distinguir qué es verdadero y qué es falso. A resolver problemas desde diferentes perspectiv­as porque ya no hay una sola válida. Una buena educación es hoy aquella que garantiza la adquisició­n temprana de dos competenci­as claves para ampliar las oportunida­des socioeduca­tivas: la lengua y el pensamient­o lógico matemático.

Estamos lejos aún. Las estadístic­as muestran que más de la mitad de los jóvenes no alcanza a comprender un texto sencillo y siete de cada diez estudiante­s no logra resolver un cálculo matemático básico.

Es urgente invertir una dinámica educativa que mira de abajo hacia arriba. El mandato es llegar a la universida­d, pero se analizan poco el modo y las condicione­s de permanenci­a. Es necesario repensar las responsabi­lidades políticas y universita­rias en el diseño de pedagogías que transforme­n el sistema de enseñanza básica. Solo así se podrán modelar preferenci­as en áreas donde predominan las ciencias exactas, cuyo dominio supone mucho trabajo escolar previo. Es poco honesto plantear soluciones cosméticas cuando los datos exigen transforma­ciones educativas profundas.

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