“Que se llamara así era una contraseña”
Crecí en los años 90, la década del plástico y los juguetes bien diferenciados para nena y para nene: hasta los yoyós eran azules o rosas, los mazos de cartas de princesas o de Dragon Ball. Como muchas otras chicas, a eso de los 9 o 10 años yo expresaba en el rechazo al rosa algo que no sabía nombrar: no era que no quisiera ser mujer, pero algo en eso que nos vendían a las de mi género se me hacía más infantil, más bobo, más aburrido. Reclamar el azul era reclamar la valentía, las ganas de viajar y de conocer, el hambre de futuro, esas cosas que se invitaba a los varones a tener en forma de juguetes de autos y aviones y cosas que se movían en lugar de quedarse quietas en sus casas.
A una edad en la que ya era grande para que me divirtieran las muñecas, Mujercitas era el único consumo para nenas del que me enorgullecía. Que se llamara así era una especie de contraseña, un truco –yo suponía– para engañar a nuestros padres: estaba en diminutivo y todo, pero adentro había muerte, había guerra, había pobreza, había chicas que se agarraban de los pelos y que casi terminaban matándose. Había hermanas que, como mis hermanas y yo, eran muy distintas entre sí y dirimían esas diferencias a veces con gracia y a veces con ira.
Mujercitas fue el principio de la literatura que me fascinaría a mí, la que yo trataría –trato– de leer y hacer para siempre, la que piensa que sobre la vida común de la gente común pueden escribirse las cosas más maravillosas. n