Perfil (Domingo)

Hacia un sistema penal acusatorio

- SEBASTIÁN GUIDI*

En un país de volantazos periódicos y en el que se repite como un mantra que “no hay políticas de Estado”, hay ciertas continuida­des que merecen poner en pausa nuestra folclórica autoflagel­ación. Una de ellas es el consenso en reformar la Justicia Federal y avanzar hacia un sistema penal acusatorio en el cual los fiscales posean el impulso de la investigac­ión (y que, de pasada, reduzca el inmenso poder de los mitológico­s jueces federales). Parte de esta reforma se encuentra en marcha desde 2014, con la aprobación de un Código Procesal acusatorio. El Presidente de la Nación anunció nuevas reformas, cuyo contenido no se conoce, pero que todo el arco político espera con ansiedad.

Un actor clave en la implementa­ción de estas reformas será el nuevo Procurador General de la Nación, que como jefe de los fiscales bajo el nuevo régimen tendrá mucho más poder que sus antecesore­s. A esto se le suma una peculiarid­ad de nuestro país: es el único del continente (tal vez del mundo) con un jefe de fiscales vitalicio. Al mismo tiempo, es el único órgano del Estado argentino cuya cabeza es vitalicia y unipersona­l. De ser confirmado, el candidato del Gobierno concluirá su mandato a sus 75 años, en 2043. Martina, primera bebé de 2020, podría recibirse de abogada antes de que Daniel Rafecas culmine su mandato.

Si es que lo hace. Desde que se exige el acuerdo de dos tercios del Senado para su nombramien­to, la Argentina tuvo tres Procurador­es. El primero, Nicolás Becerra, entendió en 2004 que un nuevo ciclo político había comenzado y se fue en paz. El segundo, Esteban Righi, renunció en medio de ruidosas acusacione­s provenient­es del vicepresid­ente de la Nación y el proceso de su reemplazo tomó meses durante los cuales se destruyó el prestigio del primer candidato propuesto, el recordado Daniel Reposo. La tercera, Alejandra Gils Carbó, resistió durante años las presiones del propio Presidente de la Nación hasta que, luego de un fallo judicial instado por abogados cercanos al Gobierno que la dejaba a tiro de decreto, plantó la bandera blanca. El Senado desde entonces se negó a tratar el pliego de la candidata enviada por Macri, dejando el cargo vacante por otros dos años.

Nada es casualidad. El carácter vitalicio del cargo eleva los riesgos de prestar acuerdo a cualquier nombramien­to, y otorga incentivos a la oposición para demorar el tratamient­o del pliego, hasta que un presidente afín vuelva a la Casa Rosada. Simétricam­ente, eleva los beneficios para un gobierno entrante de forzar la renuncia del Procurador de turno para así poder nombrar a su reemplazo vitalicio. Como es habitual, todos pierden en estos derroches de energía institucio­nal.

El mandato de por vida termina siendo un regalo envenenado. Nos decimos que es necesario para garantizar la independen­cia del Procurador, pero lo terminamos sacrifican­do en cada turbulenci­a política. En el camino, nos perdemos los beneficios de la alternanci­a en el poder que habitualme­nte nos recuerdan los constituci­onalistas en televisión: evitar la pérdida de sensibilid­ad a las demandas democrátic­as, combatir el anquilosam­iento en el poder, recordar a quienes ejercen un cargo de semejante importanci­a, que en unos años, otra persona podrá revisar todo lo que hicieron.

En la antesala de nombramien­tos importante­s es habitual y razonable detenerse en las cualidades personales de los candidatos. Apagado el fragor de la disputa, ya nadie piensa en las reglas que disciplina­n estos nombramien­tos y dedicamos nuestra atención a temas más urgentes. Con un cargo ya vacante hace dos años, sería saludable que el Congreso piense más seriamente en la institució­n a la que va a rellenar. Legislador­es de casi todos los partidos (FR, GEN, MPN, PJ, PRO, UCR) han propuesto en años recientes reducir el mandato del Procurador. Se están encontrand­o con la oportunida­d para hacerlo; tal vez la última en 23 años.

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