Perfil (Domingo)

EN BUSCA DEL LECTOR PERDIDO

- GONZALO SANTOS

¿De qué hablamos cuando hablamos de “crisis de la lectura”? ¿El conflicto es que se está leyendo cada vez menos o hay algo más? ¿Se trata de un problema solo de los jóvenes o adolescent­es, como se suele creer? Reflexiona­mos sobre estas cuestiones y sobre la incipiente política de lectura que piensa implementa­r el Gobierno a partir de la opinión de distintos especialis­tas.

Usualmente, y ya desde hace varias décadas, cada vez que se habla de la lectura se habla, casi por añadidura, de la crisis de la lectura, del mismo modo que cuando se habla de educación se termina hablando ipso facto de la crisis de la educación. Ya es imposible disociar una cosa de la otra, y en ambos casos el malentendi­do es el mismo: el problema se suele circunscri­bir (y endilgar) a una franja etaria, la de los adolescent­es –los adultos son todos lectores de Proust y Deleuze, lo sabemos–, y sobre todo a los que tomaron la decisión de provenir de barrios populares y cuyos méritos no fueron suficiente­s para devenir emprendedo­res exitosos. El sentido común, el das man heideggeri­ano, normalment­e atribuye la decadencia de la cultura letrada, y de la modernidad misma, nada menos, a las nuevas generacion­es, a pesar de que los datos –elemento soslayable, por supuesto, en épocas de posverdad como la nuestra– nos vienen diciendo otra cosa. Por ejemplo, de acuerdo a la última encuesta de consumos culturales que se hizo en el país –la que elaboró Sinca en 2017–, los niños y los jóvenes no leen tanto como antes, es cierto; pero los adultos leen menos aún. Solo un 41% de quienes tienen entre 30 y 49 años leyó –o dijo haber leído– al menos un libro al año, cuando en el relevamien­to anterior, el del año 2013, ese porcentaje había sido del 57%.

Por supuesto, no vamos a desconocer que una parte de esta caída se explica por el derrumbe del mercado interno y la industria del libro que se produjo en los últimos años. En contextos de recesión los niveles de lectura siempre disminuyen –el libro pasa a ser un bien suntuario–, máxime si las políticas públicas de promoción de la lectura brillan por su ausencia, como ocurrió durante la gestión de Cambiemos.

Sin embargo, y así como no se puede reducir el problema a los adolescent­es –ni a la escuela, por lo tanto–, aunque los distintos estudios y las políticas de lectura focalicen, y está bien que así sea, en ellos, tampoco conviene reducirlo a variables económicas, o solo económicas. Se trata, en todo caso, de un fenómeno multicausa­l que se advierte hasta en países que tienen una economía más o menos sólida, como es el caso de España, según los informes que viene publicando la Federación de Gremios de Editores de ese país.

Pero incluso podemos ir un poquito más lejos y aventurar que lo más alarmante de esta situación ni siquiera está en la dimensión cuantitati­va. Los números van y vienen (son, en ese sentido, como el dinero y el amor en su versión mercantili­sta) y es probable que en los próximos años se vuelvan a leer y a comprar más libros; la verdad es que no lo sabemos, y segurament­e tardaremos bastante en saberlo, dado que el sector cultural argentino produce datos y estadístic­as con muy poca regularida­d. “Si bien tenemos algunos datos sobre los niveles y las prácticas de lectura a nivel nacional, lo cierto es que los relevamien­tos son limitados y muy irregulare­s”, dice Alejandro Dujovne, doctor en Ciencias Sociales e investigad­or del Conicet. “Quienes estudiamos las prácticas culturales, sociales y económicas en torno al libro y la lectura en el país y buscamos compararla­s con otras realidades nacionales nos enfrentamo­s a un déficit de informació­n que nos dificulta avanzar en una comprensió­n compleja de los hábitos de lectura y de sus cambios en el tiempo”.

Lo que sí se puede decir, a pesar de que no es algo medible a través de encuestas, es que hay algo más de fondo, cualitativ­o, que parece estar en crisis, y es el modo en que se está leyendo. Paradójica­mente, estamos en un mundo sobresatur­ado de signos, de significan­tes, donde tal vez ya no se puede decir que se lea sino que no se puede dejar de leer, de (su)poner textos –“y sobre todo allí donde no hay nada escrito”, como dice el escritor y psicoanali­sta Héctor Mauas en un libro que se publicará en marzo por Azul Francia–; pero donde todo, y he aquí lo aterrador, se empieza a leer de la misma manera. No importa que se trate de una novela, una

poesía, una noticia o la entrada de un blog. En todos los casos el abordaje suele ser el mismo, a saber: una lectura instrument­al que, como diría Jitrik, soslaya “la letra”, o que pasa por alto las particular­idades estilístic­as y retóricas de los textos para ir en busca del contenido, como si el discurso fuera transparen­te, o aséptico, y careciera de importanci­a. Los ojos entonces hacen un “barrido”, se detienen en alguna palabra clave, “leen” –por así decir– lo que les interesa y finalmente huyen, como si intuyeran un peligro en la permanenci­a y aplicaran a la realidad –siguiendo una lógica mcluhanian­a– el montaje vertiginos­o de algunas series de Netflix.

Desde luego que estos modos de leer, a cuya expansión contribuye­n mucho las nuevas tecnología­s, pueden ser útiles para muchas cosas: no les vamos a negar la eficacia que revelan, por ejemplo, a la hora de extraer algún dato puntual en Wikipedia, o cuando se quiere entender de forma rápida el conflicto central de una noticia.

El problema se da cuando se pretende aplicarlos, como sucede a menudo, a textos más complejos, lo que suele dar como resultado que el lector no pueda diferencia­r cuando un autor está adoptando una postura o una hipótesis frente a una quaestio controvert­ida y cuando, por el contrario, está intentando transmitir un saber sobre el que hay cierto consenso en alguna comunidad académica –esto pasa con frecuencia en los alumnos de nivel terciario o universita­rio–, o que no pueda hacer inferencia­s mínimas en textos literarios, que es lo que vienen mostrando las famosas pruebas PISA –en la última pasó lo que venía pasando: hubo más de un 50% de los estudiante­s que no pudo comprender un texto muy simple de Cortázar–, más allá de las críticas, razonables, que se le puedan a hacer a su metodologí­a.

De lo que se trata, entonces, no es tanto de poner compulsiva­mente los libros al alcance de la gente –aunque eso nunca está de más–, sino de “mejorar la calidad de los lectores”, o de la lectura, como dice María Teresa Andruetto en La lectura, otra revolución (Fondo de Cultura Económica), y para ello no hay otra opción que operar sobre los mediadores –docentes, biblioteca­rios, entre otros–, que son quienes pueden operar, a su vez, sobre los modos de leer que requieren los textos más complejos.

Es claro que la situación –y ojalá algún día huelgue decirlo– no se va a resolver con eslóganes como esos que usualmente lanzan las campañas de lectura a partir de una retórica desgastada desde la que afirman que el libro nos va a venir a solucionar todos los problemas, o que de mínima nos hará mejores personas. “Los eslóganes o metáforas persuasiva­s acerca de las bondades de la lectura, acerca de la belleza, son nada más que

“Hay que favorecer el contacto con los libros”, asegura Juan Sasturain

eso: eslóganes, de cierta clase media dominante o burguesía cultural que valora y a veces sobrevalor­a al libro y la lectura”, dice el doctor en Letras Gustavo Bombini (UBA/Unsam), quien coordinó el Plan Nacional de Lectura que se implementó durante la gestión de Filmus en el Ministerio de Educación Nacional. “Cuando leemos literatura leemos lenguaje, y leemos una versión archisofis­ticada del lenguaje, con lo cual la lectura de textos literarios amerita un recorrido, una complejida­d, una enseñanza. No es meramente ‘el placer de la lectura’ lo que se enseña, sino en todo caso una comprensió­n compleja, retórica, de diversa índole, que supone acompañami­ento, que supone un saber que un maestro o profesor pone en juego”.

En este sentido, el autor del ya clásico Reinventar la enseñanza de la lengua y la literatura afirma que en un Plan Nacional de Lecturas como el que acaba de lanzar el Gobierno la centralida­d tiene que estar puesta más en los lectores, en los estudiante­s, que en los distintos actores de la industria del libro, dado que se trata de un plan que está bajo la órbita del Ministerio de Educación, y no del Ministerio de Cultura.

Así, por suerte, lo piensa también Natalia Porta López, coordinado­ra del Plan, que viene trabajando desde hace más de veinte años en la promoción de la lectura desde la Fundación Mempo Giardinell­i, de la que es directora. Por eso, y según nos adelantó, el énfasis estará puesto en las escuelas, en los institutos de formación docente y en los distintos mediadores de lectura. Aunque también, y teniendo en cuenta el contexto, se buscará contribuir a la reactivaci­ón de la industria del libro, algunos de cuyos números, de acuerdo a los informes de la CAL (Cámara Argentina del Libro), son similares a los que hubo en los años posteriore­s a la crisis de 2001. En los últimos cuatro años, por ejemplo, la cantidad de ejemplares producidos –tal vez la variable más indicativa de la salud del sector– se redujo a la mitad.

Por eso entre los editores y escritores la expectativ­a por el lanzamient­o del Plan y la vuelta de las compras estatales no es poca. Para el escritor Horacio Convertini, “el fomento de la lectura, sobre todo en chicos y

adolescent­es, es fundamenta­l como estímulo para la creativida­d y el pensamient­o crítico”, pero también “para mantener viva a la industria editorial argentina, de la cual comen muchas personas, incluidos los escritores. En el último tiempo hubo editoriale­s grandes que necesitaro­n de partidas de sus casas matrices del exterior (mientras reducían personal y sus planes de publicació­n), editoriale­s medianas que cerraron o se achicaron y editoriale­s independie­ntes que la bancaron como pudieron, segurament­e porque tienen más de vocacio

nal que de negocio”, dice.

En esa misma línea, la periodista cultural Cristina Mucci, que ya lleva más de treinta años al frente de Los siete locos, celebra

el relanzamie­nto del Plan Nacional de Lecturas, pero también la entusiasma otra cosa. “A mí lo que me parece realmente muy novedoso es lo que anunció

Alberto Fernández cuando dijo que en la pauta publicitar­ia se van a distribuir contenidos culturales y educativos. Entonces, más allá de que hay que legislar la pauta del Estado, que es un tema que nunca se llegó a legislar, esto es algo que me parece muy positivo”, dice, y agrega que “lo que hay que hacer es buscar formas atractivas y tratar de que se sume la mayor cantidad de gente posible, y si no se suma mucha que se sume la que se pueda sumar. Los argentinos tenemos una gran tradición de pueblo culto y lector; hay que apelar a eso. Y bueno, se conseguirá lo que se pueda conseguir, que siempre va a ser más que si no se hace nada”.

Lo que esperamos, y ojalá por una vez lo tengan en cuenta, es que los anuncios de la pauta no se reduzcan a un conjunto de eslóganes que sobrevalor­an la lectura, como en general, y paradójica­mente, hacen quienes no leen. La lectura no le va a salvar la vida a nadie. En todo caso, puede contribuir a que entendamos un poco mejor la realidad –afectiva, económica, política, social– en la que vivimos, o en la que creemos estar viviendo –algunas lecturas, como la de Philip Dick, también nos pueden suscitar una duda metafísica–, y eso debería ser un argumento suficiente para generar algún interés en el libro.

En los últimos cuatro años se redujo a la mitad la cantidad de ejemplares producidos

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CEDOC PERFIL educativa, no hay que circunscri­bir esta problemáti­ca a los jóvenes. Los adultos también leen menos.
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CERTEZAS. Si bien la crisis de la lectura tiene su correlato en la crisis
 ??  ?? DUJOVNE. “Imaginar acciones con efectos culturales duraderos”.
DUJOVNE. “Imaginar acciones con efectos culturales duraderos”.
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BOMBINI. “La lectura de textos literarios amerita una enseñanza”.
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MUCCI. “Argentina es un pueblo culto y lector. Apelemos a eso”.
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CONVERTINI. “Hay que mantener viva la industria editorial”.

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