Perfil (Domingo)

El señalador de Magliabech­i

- GUILLERMO PIRO

Se quita las gafas y respira hondo, lo más hondo posible, hasta deshacer el grumo de sus vísceras y palidecer un poco. Está esculpido por la desazón, busca la evasión de su destino, logra ver un punto luminoso que lo enceguece y sin embargo intenta retenerlo. Conmovido, teme degradarse hasta quemarse por completo, componiend­o para sí la exégesis de su propia criatura atormentad­a. El llorar ineludible se alista para proceder, pero una tos repentina lo espabila. Entonces queda así, detenido entre paréntesis, antes de arrojar la osamenta otra vez al centro mismo del ritual salvaje.

Son las 6 de la tarde de un sábado de enero. El clima apenas tibio (uf, alivio) si tenemos en cuenta las temperatur­as habituales para esta época del año. Mi primera vez en la Fiesta Nacional del Chamamé, megaevento turístico cultural de pasión vaporosa. Más de 100 mil personas extasiadas durante diez días por un ritmo que no comprendo, ajeno por completo. Ñandereko y punto.

J nos había confiado el secreto. La auténtica fiesta se encorseta acá, en Puente Pexoa, una de las bailantas que conforman el circuito off, esquivas al mainstream, las cámaras, el anfiteatro coqueto. Vuelvo: son las 6.20 ahora, estamos a unos 15 kilómetros del centro de la ciudad de Corrientes. Los que no viven cerca de este predio chamamecer­o en el municipio de Riachuelo llegan en bicicleta, moto, auto o a caballo. Abundan los jinetes, familias amuchadas, empanadas, reposeras, vino tinto en vaso de aluminio. “Acá se bebe, hombre”, me anuncia Miguel –carpintero de Riachuelo– antes de volver al baile, superado el vahído inicial.

Una niña de tez biliosa blande una fuente de cartón con sándwiches de salame y queso; lleva pantalón de tergal negro y camisa rosada con manchones de grasa. Camina flanqueada por una mujer espigada, los críos colgando de las tetas. Un joven anuda los cordones del febo marrón cabaña con suelas de caucho. El perro sin dueño olisquea un tacho de basura. El escenario está techado, todos los chiches: parrilla de luces, amplificad­ores, presentado­r chistoso, músicos locales. A los pies: la pista de tierra milagrosa con una treintena de bailarines que sudan mucho. Con empuje elástico, Miguel inclina el cuerpo hasta enroscar los huesos con su compañera. Ella baja los párpados, ríe la vida. Veinteañer­a, carga con un cuerpo más bien cónico. Ostenta un vestido largo y suelto, estampado con flores y pájaros. Los ojos color castaño luminoso, piel morena, en la frente una simpática verruga pringosa. Luce rizos de ébano que se sacuden como el fresno en medio de un vendaval. La pareja se funde así en una trenza húmeda de movimiento­s acompasado­s por la música en vivo.

Miguel retira elegante el sombrero de la cabeza para escuchar mis preguntas zoquetas. Las canas empiezan a colonizar su pelo ralo, que lo lleva casi rapado. Arquea las cejas raquíticas hacia arriba. Las ramitas venosas ascendente­s en la sien pegajosa. Viste con camisa blanca, chaleco de cuero negro, botas con espuelas de plata. Me las señala. Esboza un comentario ininteligi­ble. Al intentar reincorpor­arse, un tenue tirón lateral basta para sujetarlo, estrujarlo con un dolor reflejo. “De acá me sacarán muerto. Nunca dejaré de venir. Ahora lo hago con mi hija. Es todo muy emocionant­e”. Fue en esa misma bailanta donde décadas atrás conoció a Silvia, su compañera, fallecida en octubre. Me cuenta también que cuando ella vivía metían doblete: previa en la bailanta hasta las 10, luego a la ciudad para seguir con la farra. Abandonó la costumbre. Queda muy lejos, dice. La versión desabrida de Miguel se seca una lágrima.

ALEJANDRO BELLOTTI

nBreve historia del señalador es el título de un pequeño libro que acaba de aparecer en Italia, escrito por Massimo Gatta. El libro habla de los orígenes medievales del señalador y cómo fue cambiando a lo largo de la historia hasta llegar a ser lo que es. El texto viene acompañado de una serie de reproducci­ones de cuadros del siglo XVI donde pueden verse libros y señaladore­s realizados en el siglo XX por marcas de bebidas, cigarrillo­s y editoriale­s. Hay muchas anécdotas curiosas, pero entre ellas despunta la costumbre del bibliómano Antonio Magliabech­i, quien solía meter fetas de salame entre las páginas del libro que estaba leyendo.

Antonio Magliabech­i vivió entre 1633 y 1714 en Florencia, su ciudad natal, y llegó a ser biblioteca­rio de Cosme III de Médici. A su pesar, porque era una persona bastante asocial, Magliabech­i se convirtió en un personaje importante de la vida literaria florentina de entonces, alguien como Giacomo Casanova, que por razones distintas quería ser conocido por todos y con quien todos querían entablar conversaci­ón y mantener, en lo posible, una relación epistolar –de hecho, el legado literario de Magliabech­i es su correspond­encia.

Como biblioteca­rio gozaba de varias perfeccion­es que lo hacían único e inolvidabl­e, entre ellas ser capaz de recordar todo lo que leía. Se vanagloria­ba de haber leído todos y cada uno de los libros que habían caído en sus manos. Su biblioteca personal tenía 28 mil libros, con textos en griego, latín y hebreo. Vivía, como muchos de nosotros en la actualidad, en una casa repleta de libros. Había libros en las escaleras, y en pilas que parecían crecer como hongos en el suelo.

Al igual que muchos de nosotros en la actualidad, Magliabech­i era muy despistado. Dicen que se olvidó de reclamar su salario a Cosme III durante un año entero. No prestaba la más mínima atención a su aspecto, al punto que no se cambiaba de ropa y dormía con ella. Odiaba a los jesuitas con toda la fuerza de su corazón. Siempre es retratado como lo que era: un hombre de aspecto salvaje, sucio y descuidado. Normalment­e cenaba tres huevos duros y un poco de agua.

Su comportami­ento y su fanático interés por cualquier tipo de escrito –además del hecho de poseer una biblioteca personal demasiado grande para alguien sin intencione­s maléficas– levantaron las sospechas de la Inquisició­n, pero esas sospechas no llevaron a ninguna parte ya que, efectivame­nte, los intereses de Magliabech­i nunca superaban la puerta de entrada de su biblioteca –o la de Cosme III, que cuidaba como si fuera la suya.

Justamente, como carecía de otros intereses que no fueran librescos, se hizo rico, y al morir dejó un testamento en el que destinaba su dinero para “promover el estudio, las virtudes, las ciencias, y con ellas la piedad y el bien universal, en beneficio de la ciudad y especialme­nte de los pobres y los sacerdotes, que no tienen modo de comprar libros y estudiar”.

Con sus libros se abrió una biblioteca pública en 1747, dotada de numerosos textos científico­s griegos y latinos y de tratados de medicina. Esa biblioteca fue el germen de lo que hoy se conoce como la Biblioteca Nacional Central de Florencia, antiguamen­te llamada, justamente, “la Magliabech­iana”.

Magliabech­i tenía más hábitos que hoy considerar­íamos cuando menos turbios, y que ya entonces lo caracteriz­aban como alguien maleducado y grosero: leía, y cuando lo hacía no toleraba la más mínima interrupci­ón, al punto que era capaz de lanzar lo que tuviera a mano (un florero, un candelabro) al sujeto que osara alzar la voz o interrumpi­rlo, por nimiedades o urgencias, mientras estaba leyendo. Y en eso también se parece a muchos de nosotros en la actualidad.

Con empuje elástico, Miguel inclina el cuerpo hasta enroscar los huesos con su compañera. Ella baja los párpados, ríe la vida

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A. MAGLIABECH­I
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