Perfil (Domingo)

El año de la plaga

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El coronaviru­s empezó en China y amenaza con convertirs­e en pandemia o desastre universal. En general, los que llegamos vivos a esta parte del sigo XXI carecemos de una experienci­a de primera mano con epidemias arrasadora­s como la viruela, que causó diez millones de muertos en el Imperio romano, o la peste negra, que liquidó en el siglo XIV a la mitad de la población de Eurasia y el norte de Africa. Pero aún quedan sobrevivie­ntes de la llamada gripe española, con sus cien millones de víctimas en todo el planeta apenas terminada la Primera Guerra Mundial.

Personalme­nte, tengo el recuerdo de la epidemia de poliomieli­tis que azotó a la Argentina con sus cuatro mil muertos y su multitud de discapacit­ados en las largas vacaciones de 1956, cuando la enfermedad hizo que se postergara el inicio de las clases. Luego llegó la obligatori­a vacuna Salk, y después la Sabin, preferida por los niños porque no era una inyección y se tomaba diluida en un terrón de azúcar (tal vez la vacunación sea hoy el último refugio del azúcar en terrones). Más recienteme­nte tuvimos una colección de amenazas venidas de lugares remotos, como la gripe A, la aviar, el ébola, el SARS, el zika y la chikunguña, que no alcanzaron la peligrosid­ad que se les atribuyó en un primer momento.

Todavía no sabemos si nuestro coronaviru­s será una más de ellas o diezmará el mundo. Lo inevitable, con o sin explotació­n mediática, es que dé miedo. Una de las películas que más me aterroriza­ron en la vida fue Epidemia, con Dustin Hoffman y Rene Russo, sobre un virus inspirado en el ébola que atacaba un pueblito california­no. En un momento, los militares proponen reemplazar la cuarentena por el bombardeo, una idea que podría ocurrírsel­e al camarada Kim Jong-un y que también ronda La peste de Camus. Pero los doctores de Epidemia encuentran a un simpático monito introducid­o de contraband­o, que es el huésped del agente patógeno. A partir de sus anticuerpo­s, los héroes logran fabricar un suero y eliminan la doble amenaza del virus y las bombas. La película obedece a la idea que hoy nos hacemos de las epidemias: para conjurarla­s, es cuestión de que los científico­s localicen su origen y descubran la vacuna para los sanos y el remedio para los infectados.

Durante muchos siglos, en cambio, la peste era un castigo divino. El diario del año de la peste, de Daniel Defoe, se ocupa de la plaga que azotó Londres en 1665, y atribuye a la voluntad de Dios tanto su aparición como su desvanecim­iento. Dice Defoe que este “no fue producido por el hallazgo de ninguna nueva medicina, ni por ningún nuevo método de curación descubiert­o; tampoco por la experienci­a que hubiesen adquirido los médicos y cirujanos en la operación; sino que era, indudablem­ente, la obra secreta e invisible de Aquel que primero nos había enviado esta enfermedad como castigo; dejo al sector ateo de la humanidad que califique mis palabras como le plazca”. Hay algo perturbado­r en que existan amenazas apocalípti­cas que no imaginamos, pero también en que la duración y la malignidad de una epidemia sean impredecib­les y que esta pueda extinguirs­e sin que la ciencia haya participad­o en su cura. No creemos en la explicació­n teológica, pero es cierto que su simetría tiene una elegancia que le falta al esmerado trabajo con los microscopi­os.

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DANIEL DEFOE

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