Cómo pasar del miedo a la solidaridad
Ante la pandemia debemos cuidarnos, lo que significa cuidar al otro. El “distanciamiento social” debe transformarse en la búsqueda de ayudar.
ENRIQUE CARPINTERO* ALEJANDRO VAINER**
Nuestra vida cotidiana se ha trastornado. Nos tenemos que quedar encerrados en nuestras casas, tratar de tener reservas de las cosas más indispensables, trabajar a distancia, evitar las aglomeraciones de personas. Las escuelas, los cines, los teatros, los espectáculos, los estadios deportivos y hasta las fronteras se cierran. Las empresas no funcionan, los transportes disminuyen su regularidad o directamente se interrumpen. La economía comienza a colapsar. Una verdadera película de cine catástrofe que nos hace recordar otras épocas.
Otros tiempos. En la Edad Media eran muy frecuentes las epidemias donde morían miles de personas. El historiador Georges Duby describe magistralmente aquellos años. La mayoría de la gente vivía en lo que para nosotros sería una pobreza extrema. Los trabajadores eran explotados por los guerreros y eclesiásticos, que se quedaban con casi todo lo que producían. El pueblo vivía temiendo el mañana. Por otro lado, el miedo a las epidemias era una constante. La peste negra, que devastó Europa y mató a un tercio de la población durante el verano de 1348, fue vivida como un castigo por los pecados. Se buscaban víctimas propiciatorias. Y se hallaban entre los extranjeros y, fundamentalmente, entre los judíos y los leprosos.
Nadie dudaba de que hubiera otro mundo, ni de que los muertos seguían viviendo en ese otro mundo. Aunque la cólera divina pesaba sobre el mundo y se manifestaba a través de epidemias, del hambre, de la pobreza y de la violencia, lo importante era asegurarse la gracia del cielo. Esto explica el poder extraordinario que tenían la Iglesia y los servidores del bien en la Tierra. Dios era quien dirigía el desarrollo de la historia, y para conocer las intenciones divinas había que estudiar los acontecimientos que se producían. El saber estaba en manos de los sacerdotes y su poder, en manejar y regular los miedos que padecía el conjunto de la población.
La última gran pandemia en la historia de la humanidad fue en 1918 con la llamada Gripe Española. Sin embargo, no se vivió de la misma manera que hoy. En la actualidad, estamos en un planeta hiperinformado con una saturación de comunicaciones donde se mezclan fake news con datos imprescindibles. Un mundo donde aparece en el imaginario social el imperio de la tecnología que ha llevado a creer que todo es posible, incluso poder vencer a la muerte.
Virus. Frente a esta omnipotencia tecnológica, imprevistamente un virus puso en evidencia nuestra fragilidad. En estos tiempos de capitalismo tardío, nuestro desvalimiento se encuentra con el imaginario de una cultura que nos ha llevado a la incertidumbre, la angustia
Frente a esta omnipotencia tecnológica que dominaba nuestras vidas y al mundo, imprevistamente un virus puso en evidencia nuestra fragilidad y el miedo. Lo único que ofrecía es la ilusión de la utopía de la felicidad privada que anida en el consumismo. Hoy, hecha trizas por los efectos de la pandemia.
Angustia, miedo y temor están a la orden del día. Freud los diferenciaba del siguiente modo: la angustia designa expectativa frente al peligro y preparación para él, aunque se trate de un peligro desconocido, el miedo requiere un objeto determinado, en presencia del cual uno lo siente, en cambio el temor es el estado en que se cae cuando uno no está preparado: destaca el factor sorpresa.
La fractura del soporte imaginario que nos sostiene colectivamente crea una sensación de inseguridad que genera angustia social sumergida en una incertidumbre. ¿Hay que tener miedo? Sí. Porque el miedo es una reacción ante una situación real que pone en peligro nuestra vida. La pandemia nos lleva a asustarnos por nuestra fragilidad, por nuestro desvalimiento.
Es así como la angustia se expresa de diferentes maneras: en el acto de hablar, en los síntomas que produce, descar