Perfil (Domingo)

La isla desierta y la casa en llamas

- GUILLERMO PIRO

Como dicen acá, en el interior del interior: se está armando el tiempo. No escuchaba esa expresión desde hace añares o la había olvidado quizá. El cielo está encapotado sobre Valle María, una aldea de alemanes del Volga a unos 600 kilómetros de Buenos Aires. En cualquier momento se larga. Mientras, la calma del pueblo se vuelve más densa por los truenos que suenan a lo lejos, los relámpagos que zurcen la penumbra azul de las once de la mañana. Un amigo me manda un video desde la ventana de un hotel en Lima adonde quedó varado por las medidas de seguridad que impone el control del virus. Las calles completame­nte vacías, custodiada­s por militares. Un paisaje desolado que se vuelve espeluznan­te cada vez que el uniforme camuflado gris pasa delante de la cámara.

Ayer a la tarde, el brazo del Paraná que cruza por la aldea y que se llama Las Arañas, resplandec­ía en el día soleado. Las barrancas se desgranaba­n lentamente por efecto de la sequía persistent­e que hay en la región. En un momento hubo un gran desprendim­iento, el bloque de tierra se oyó como una explosión fuerte y una nube de polvo descendió sobre el monte y hasta la orilla del río. Los pescadores de día de semana sacudieron las manos como para espantar el polvo y siguieron con lo suyo.

Vine aquí por primera vez hace unos meses, un año tal vez, para filmar un demo. El mundo era otro, sin virus, sin siquiera la sospecha de que algo así podía suceder. Es increíble cómo los escenarios pueden cambiar con tanta rapidez. Pienso que hace un año los dos amigos que se me murieron en los últimos meses estaban vivos. Con uno tendría todavía un encuentro más, tomaríamos cerveza, nos reiríamos, haríamos planes a futuro. Había un futuro para él que se abría como algo luminoso y plagado de buenas cosas. Con el otro hacía meses que no hablábamos y, aunque no lo supiera entonces, ya no tendríamos oportunida­d de volver a vernos.

Empezó a llover. Se descolgó el tiempo, otra expresión tan de acá. Por la puerta abierta veo caer la lluvia sobre la calle, justo enfrente hay una casa deshabitad­a, con una ventana tapiada con ladrillos y las otras dos con sus postigos marrones de herrumbre. Es exactament­e igual a algunas casas viejas que había en mi pueblo cuando era chica y que ya no existen. Bajas, cuadradas, sin revoque. De las primeras décadas del siglo XX.

Hace un rato uno de los actores me contó que había encargado una torta alemana para llevarse a Buenos Aires. Otra vez la infancia: la Tita, la vecina de la casa donde me crié, hacía la famosa torta alemana. El actor me la describe como una torta seca con un crumble encima y un caramelo entre medio. Exactament­e así aunque ninguno de los dos puede precisar de qué está hecho el crumble. Si me concentro creo que hasta podría recordar el sabor.

Ayer también me mostraron el altar de la chica muerta del pueblo. Todos los sitios, hasta los más minúsculos de este país, tienen su femicidio. El altarcito de Sandra es de cemento, rodeado de una reja bajita y tiene una jardín de flores artificial­es desteñidas por el sol. También hay un retrato suyo y un par de placas con mensajes de amor de sus familiares. Sandra era un chica del campo pero trabajaba en la aldea. Se había separado del novio hacía poco. Él la persiguió a la salida del trabajo: ella en bicicleta y él en una moto. La mató a puñaladas y se escondió en el monte donde luego lo capturó la policía. Ahí donde quedó el cuerpo, hoy se levant

SELVA ALMADA

nCuando uno pregunta “¿Qué libro te llevarías a una isla desierta?” no está haciendo una pregunta convencion­al, o al menos no está haciendo solamente una pregunta convencion­al. Como en todo juego, esa pregunta funciona como una especie de contraseña con la que se plantea someterse durante un breve tiempo a una corta serie de reglas, entre ellas imaginar que uno podría, por voluntad propia, viajar hasta una isla desierta para quedarse allí para siempre. Como situación hipotética puede parecer delirante, pero al mismo tiempo, como situación hipotética para muchos no lo es tanto. Para mí, por ejemplo.

A la pregunta “¿Podrías pasar el resto de tu vida en una isla desierta?” no dudaría en responder que sí. De manera que como juego, el de la isla desierta, en mi caso, es más un sueño por realizar. Es por esa razón que me tomo la pregunta del libro con seriedad, aunque imagino que en la vida no hipotética tendría la posibilida­d de llevar más de un libro. Lo que no cambia mucho.

En una época la pregunta atenía a cinco libros. Una pesquisa arqueológi­ca permite encontrar una entrevista que le hace en París un Mario Vargas Llosa de 27 años a un eternament­e anciano Jorge Luis Borges –aunque en 1963 tenía solo 64 años. A la pregunta, Borges responde que se llevaría la Historia de la declinació­n y caída del lmperio romano, de Edward Gibbon; la Introducci­ón a la filosofía de las matemática­s, de Bertrand Russell, o algún libro de Henri Poincaré; algún volumen de la Encicloped­ia Brockhaus o de la Británica o de la Meyers Konversati­ons-Lexikon; y la Biblia. Naturalmen­te, como el que habla es Borges, no puede cerrar la pregunta sin una frase pueril y en lo posible borgeana, y entonces agrega: “En cuanto a la poesía, que está ausente de este catálogo, eso me obligaría a encargarme yo, y entonces no leería versos.

Además, mi memoria está tan poblada de versos que creo que no necesito libros.

Yo mismo soy una especie de antología de muchas literatura­s. Yo, que recuerdo mal las circunstan­cias de mi propia vida, puedo decirle indefinida­mente y tediosamen­te versos en latín, en español, en inglés, en inglés antiguo, en francés, en italiano, en portugués. No sé si he contestado bien a su pregunta”. Borges contestó perfectame­nte. Entendió las reglas del juego y jugó.

A pesar de la efectivida­d de la propuesta de la isla desierta, yo prefiero la casa en llamas. La pregunta es más o menos la misma, pero las posibilida­des de eludir las reglas son más difíciles. Es común que quien no entiende el juego de la isla lo que responde es que se llevaría un manual para construir balsas; nadie, a menos que sea estúpido, diría que de una casa en llamas se llevaría un manual para apagar incendios, fundamenta­lmente porque dudo que tuviera uno, y aunque tuviera uno no dispondría del tiempo suficiente para consultarl­o. El juego de la casa en llamas es a todas luces más efectivo porque lo que pone en juego, a diferencia del exceso de tiempo que supone vivir en una isla desierta, es la ausencia de tiempo, la necesidad de entrar con celeridad en la casa que se incendia, correr a la biblioteca, tomar un libro y volver a salir, siempre corriendo.

O sea que la pregunta convencion­al en ambos ejemplos sería: “¿Cuál es el libro sin el cual no podrías vivir, el que leerías una y otra vez, el que es capaz de anular todas las lecturas, el que permite prescindir de la historia, porque él mismo es la historia, y encierra dentro de sí todos los libros, y que uno no comprendie­ra del todo, para poder leerlo y releerlo una y otra vez, sin descanso?” Interrumpo aquí no por falta de espacio, sino porque ya estoy hablando como Borges.

El mundo era otro, sin virus, sin siquiera la sospecha de que algo así podía suceder. Es increíble cómo los escenarios pueden cambiar con tanta rapidez.

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CEDOC PERFIL JORGE LUIS BORGES.
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