LITERATURA
Lo primero que hay que agradecer, tratándose de una obra de carácter confesional, es que la última novela de César Aira tenga la gentileza de amparar sus consideraciones estéticas y morales en la voz de un curtido y prestigioso general romano que frisa la setentena, de ahí el vasto señorío de su mirada y la serenidad conspicua de sus elucubraciones, que sugieren pronto la analogía entre una legión romana –una multitud amorfa en movimiento– y la obra literaria del hijo pródigo de Pringles.
Para sumar encanto a la novela, el protagonista de esta obra singular, Fabius Exelsus Fulgentius, es también autor de una única tragedia autobiográfica –que perfectamente podría estar dispersa en una vida dedicada a publicar novelas, por decir algo– escrita en su niñez, que se complace en montar con los coros y actores locales de las provincias que visita, dándose el lujo de ver la representación de su propia muerte con elencos variopintos en las diversas y fascinantes latitudes dominadas por el Imperio al que tan noblemente representa: “Pocos hombres de su tiempo habían visto tanto; o muchos; pero pocos, o ninguno, que hubiera llevado consigo el águila de bronce, y el poder, y la lengua”.
Escrita con el estilo delicado que abona su fama como tratadista impar de paisajes y ensayista de ocasión, la novela obliga a referirse, una vez más, a su programa literario, aquel que ve en la escritura un punto de fuga siempre hacia adelante para evitar osificarse en los valores burgueses de la literatura, esos que Aira ha intentado demoler una y otra vez, como apuntalaba en un antiguo texto: “Preferiría que vieran en mí un procedimiento, como lo veo en mi amado Raymond Roussel. El procedimiento definitivo sería el que permitiera hacer arte automáticamente, dándole la espalda al talento, la inspiración, las intenciones, los recuerdos; en una palabra, a todo el siniestro bazar psicológico burgués. Es la salida al fin de la individualidad”. Procedimiento que no riñe con la idea del ritmo como lo entienden las belles lettres: “La nieve empezó a tomar volumen sobre la tierra, sus formas cambiaban cada mañana, igual que los recuerdos. Algún desvelado decía haberla visto revolverse como una manada de animales, y no le creían. El sueño se estaba derramando sobre la realidad”.
Ante la ausencia de ficción literaria transmutada en el presente por cierta autoficción y las vicisitudes de la vida doméstica de la clase media urbana del mundo, es un auténtico deleite enfrentarse a este análisis de un creador desaforado en plenitud de sus poderes, a semejanza de un general curtido que recorre una y otra vez el imperio sin fin de la literatura porque sabe que cada representación es distinta siendo la misma, y sobre todo porque no sabe, no quiere o no puede hacer otra cosa. Acaso por ello algunas de sus consideraciones resultan humanas, demasiado humanas: “La desazón es por haber vivido, solamente por haberlo hecho, no por haberlo hecho bien o mal. Es eso. Viví. De eso me arrepiento. Si hubo otras vidas, ninguna de ellas fue la mía”.
Ejercicio de preceptiva literaria, la catequesis implícita en la novela –Aira es de los magos a quienes les gusta explicitar sus trucos– se antoja como un bálsamo ante la conocida falta de conciencia crítica de una buena parte de la narrativa contemporánea, deudora, como en tantas otras aristas, de una concepción
Retrato de una vocación artística (también podría decirse militar) que ha librado y vencido batallas autoimpuestas, Fulgentius es una obra extraordinaria que, lejos de dinamitar la forma burguesa de la literatura que combate, permite pasear con provecho, en su elegante naturalidad, por los fecundos paisajes interiores de una de las inteligencias literarias más sofisticadas y fecundas de la lengua, que además de narrar con un ritmo magnético, seduce con los encantos ligeros de una mente juguetona: “Tirar por la borda la Lógica, portarse alegremente como un orate, eran conductas que no carecían de atractivo; era como dejar el equipaje en depósito y salir a recorrer el mundo liviano, alado, montado en el pony tornasolado de la estupidez… O como el escultor que cuando ha terminado la Venus descubre que le sobró un trozo de mármol y para no desperdiciarlo le hace brotar un pie de la nuca”.
Literatura en estado puro como remedio para las soledades autobiográficas, creo que otro nombre para la novela hubiera podido ser El narrador metafísico.
A Dios gracias le puso Fulgentius. n