Perfil (Domingo)

DESINTEGRA­NDO EL APOCALIPSI­S PATRIO

El género posapocalí­ptico, del que suelen citarse títulos de fama internacio­nal, tiene también sus clásicos autóctonos, tal vez menos famosos pero no por eso menos aterradore­s.

- MARIANO BUSCAGLIA

Atravesamo­s tiempos que se confunden y fusionan con narracione­s que siempre ocuparon la dimensión de la ficción. ¿Quién hubiese apostado a que viviríamos encerrados en nuestros hogares, prisionero­s de nuestros miedos, furias y paranoias? Nunca fue tan actual esa página de Alberto Breccia, adaptando El Eternauta de H. G. Oesterheld para la revista Gente, donde el vecino Polsky escapa al exterior y muere a los pocos pasos, víctima de la nevada fatal. Día a día, las noticias nos arrojan las cifras de los fallecidos del otro lado del charco, como para avivar los rescoldos de nuestros terrores, para dejarnos bien en claro que atravesamo­s el velo de ficción y que vamos camino hacia el gran final. Pero, según la literatura, hay una historia después de ese final. Una historia amarrada a un presente tullido, que no avanza en el tiempo. Los sembradore­s de títulos lo llamaron “posapocalí­ptico” y lo habitaremo­s, como dice ese otro título tan famoso, cuando el destino nos alcance.

Para simplifica­r el listado que vamos a llevar adelante, nuestro fin del mundo argentino comenzó en mayo de 1910, cuando el cometa Halley amenazaba al planeta con envenenarl­o todo con su cola gaseosa. Ese temor llevó a que 427 personas se quitaran la vida en menos de cuatro meses. Parte de ese terror, según Lidia Parise y Abel González, autores del ensayo La fin del mundo (CEAL, 1971), fue esparcido, a principios de 1910, por un tal Domingo Barisane que publicó un folletín titulado La fin del mundo, donde hablaba del paso del cometa y de sus consecuenc­ias fatales. Cinco años después, el autor lunfardo Eduardo Montagne publicó el libro de cuentos El fin del mundo, que contiene el relato homónimo, con visos oníricos que, para decepción de muchos, posee poco de hecatombe.El genial Roberto Arlt aportó dos cuentos en la década del 30: el clásico antibelici­sta La luna roja (El Jorobadito, 1933) y La muerte del sol, publicado en el diario El mundo en diciembre de 1934, donde un personaje se pregunta ante la inminencia del final: “¿No será mejor que me provea alimentos?”. Pánico que asalta actualment­e a muchos de los hunos que saquean los mercaditos porteños. En 1942, el ferviente católico y antisemita Gustavo Zuviría, de nom de plume Hugo Wast, publicó Juana Tabor y 666. Dos novelas que relataban los albores de la llegada del anticristo. Wast tomó como modelo para su obra la novela inglesa de Robert Hugh Benson El amo del mundo (1907), donde el anticristo se percibe como un salvador y no como un ser demoníaco. Similar en su intención es la novela del cura Leonardo Castellani, Los papeles de Benjamín Benavídez (1954), donde también se habla de la decadencia de la Iglesia Católica y de la llegada del anticristo (algo que pusieron a flor de piel las imágenes del discurso del papa Francisco rodeado por la desolación

del Vaticano). Con erudición y su habitual profundida­d filosófica, Castellani glosó la críptica escatologí­a católica.

El excelente volumen de cuentos del olvidado Bonifacio Lastra titulado El prestidigi­tador (1956) contiene La revuelta de los números, en el que la civilizaci­ón atlante desaparece tras una guerra atómica. Temática que recabó el exótico Ovidio Pracilio en su serie de novelas sobre el Profesor X, autopublic­adas a fines de los 50, y cuya temática, para ser justos, pertenece más a la ciencia ficción que al fin de los tiempos. Como curiosidad, y sin poder adherirlas al género, vale la pena señalar dos novelas de Bull Rockett escritas por el autor de Mort Cinder,

H. G. Oesterheld: Fuego blanco y Buenos Aires no contesta

(1956). En esta última novela, Rockett y sus amigos trabajan contrarrel­oj, en una Buenos Aires sitiada, para encontrar y desbaratar una bomba atómica a punto de explotar.

En la década del 60, en plena paranoia nuclear, vale destacar el libro de cuentos de Alberto Pineta, El quinto día, narracione­s mágicas e historia crueles,

que contiene un cuento homónimo sobre el fin atómico de la humanidad y un relato más posapocalí­ptico titulado Barbas el barbas. En 1967, Alfredo Grassi, auténtico pulp writer criollo e infatigabl­e guionista de historieta­s, publicó el volumen de ciencia ficción Y las estrellas caerán que contiene tres cuentos que se suman con carne y uña al género: El sueño, La última batalla y Las trompetas del Juicio. Un año después, participó en la antología de cuentos de ciencia ficción convocada por la editorial Calatayud con otro relato apocalípti­co: Los herederos. De ese mismo año es el cuento Post bombum de Alberto Vanasco, compilado en Memorias del futuro.

La década del 60 finalizó con un aporte esencial, el del olvidado Antonio F. M. Tarnassi, autor de memorables cuentos policiales y fantástico­s, que escribió una novela apocalípti­ca, rarísima, y muy difícil de hallar, titulada El arcón de ébano.

Durante la década del 70, Cielo Sur Editora, bajo la égida de Fabio Zerpa, comenzó a publicar revistas como Cuarta Dimensión o Umbral Tiempo Futuro, donde participar­on narradores como Juan-Jacobo Bajarlía, autor que fue muy aficionado a la temática del fin de los tiempos. Algunos de sus cuentos más representa­tivos pueden encontrars­e en los libros Fórmula al antimundo (1970), El día cero (1972) o en la antología grupal Cuentos extraños (1976). Nahuel Villegas aportó su grano de arena con el cuento El pavo real que tocó las nubes (Cuarta Dimensión, 1977), en el que un piloto de una aerolínea queda a la deriva mientras la muerte arrasa a la humanidad en la superficie. De Nahuel Villegas también es el cuento El último muro sobre la Tierra. Otro autor de este conciliábu­lo fue Juan Norberto Comte, del que vale la pena señalar el relato El gran genocidio (Cuarta Dimensión, 1975).

En 1974, un joven Juan José Delaney publicó el volumen de cuentos La carcajada; entre otros relatos figura El fin del mundo, en el que el final no es más que un nuevo comienzo. Un año después, Jorge Luis Borges aportó al género su cuento Utopía de un hombre cansado (El libro de arena, 1975), en el que un hombre viaja a un futuro remoto donde la humanidad se ha despojado de casi todo lo que la hace reconocibl­e. Las ruinas son el objeto principal del libro póstumo de Borges, titulado El libro de las

ruinas, publicado en 1997 en una edición para bibliófilo­s por el sibarita de las letras Franco María Ricci, en su colección Los Signos del Hombre.

El genio Eduardo Goligorsky reunió en 1977, en un único volumen, sus aportes a la ciencia ficción. El libro se tituló A la sombra de los bárbaros y contiene dos cuentos esenciales:

Cuando los pájaros mueran y Olaf y las explosione­s. Américo Barrios, bajo su reconocido seudónimo de Luis María Albamonte, publicó el libro El último hombre sobre la Tierra (1979), que incluye el cuento homónimo y El cuchillo de los semidioses.

Los 80 comenzaron, en realidad, en 1982, por un lado con el volumen de cuentos de Elvio Gandolfo La reina de las nieves y su cuento Sobre las rocas y, por el otro, con la novela de Adolfo Pérez Zelaschi Ciudad. Zelaschi tiene muchos aportes cuentístic­os al género que es imposible señalar aquí. Ciudad es un auténtico mamotreto barroco que habla de una urbe amurallada, con visos orientales, donde el esclavismo reina. Esta ciudad se encuentra rodeada por un paisaje desolado, de tierras baldías, donde viven seres degradados, mutantes, que amenazan el statu quo de la sociedad sitiada.

Por aquellos años, comienzan a dar que hablar autores como Carlos Gardini, Ana María Shua, Angélica Gorodische­r o Rogelio Ramos Signes. Vale la pena recordar los dos primeros libros de relatos de Gardini:

Primera línea y Mi cerebro animal, ambos de 1983. En ellos se pueden encontrar varios cuentos que se incorporan a la temática. Lo mismo puede decirse del pequeño volumen de Signes Las escamas del señor Crisolaras y la pequeña novelita titulada El dueño del desierto. En esa década también haría su debut Marcelo

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FOTOS: CEDOC PERFIL ADAPTACION. El eternauta bajo la mirada de Alberto Breccia.
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TRES CASOS. Plop (Pinedo), El año del desierto (Mairal) y El sistema de las estrellas (Chernov).
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FOTOS: CEDOC PERFIL
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