Perfil (Domingo)

Corona está en problemas

- GUILLERMO PIRO

Ojos gelatina apretados entre los surcos anchos del rostro duro que cede acaso al tránsito del buñuelo que se acomoda en el moflete, acullico extático que lo ayuda a enfrentar la oscuridad para que el miedo resulte menos miedoso. Hace casi treinta horas que palidece allí un poco, de cuclillas próximo a la veta que esculpe pico-pala en un rincón estrecho del corredor minero. Sin comida, apenas una botellita con agua. Antonio tiene 27 años; aparenta 70.

La excursión al Cerro Rico se propaga entre los gringos que visitan Potosí. Hablamos de una montaña que se eleva en perfecto triángulo hasta alcanzar los 4800 metros sobre la Villa Imperial de la ciudad. Mazacote marmolado con la plata parida por los dioses, caranchead­o por españoles angurrient­os que lamieron hasta los huesos que hoy alimentan a trabajador­es explotados como Antonio.

La atmósfera de horno que pesa sobre la piel como un cuerpo sólido. Serpentear el tendido arterial claustrofó­bico; ofrendar a la Pachamama alcohol 96°, junto a un puñado de hojas de coca; esnifar unas dos horas el polvo denso que los condenados inhalan durante años hasta secar el pulmón con silicosis, antes de morir de cáncer; hacer explotar con desdén pavote musculosos cartuchos de dinamita, y ya. 75 pesos bolivianos el tour, e incluye guía, traslados, casco con luz, botas, mamelucos plásticos.

Una leyenda harto difundida en la comunidad cuenta que con las paladas de plata que los invasores extrajeron de la colina podría haberse construido un puente desde allí hasta España; la misma leyenda sostiene que con los cadáveres de los fallecidos en su interior, también.

Potosí fue mi primera experienci­a minera. Devastador­a. Jugar al minero no me sedujo en lo más mínimo, nada más sórdido. Juré nunca más volver a caminar el simulacro.

La última vez que visité una mina fue el año pasado, cuando me estiré hasta el desierto de Atacama, el más árido del planeta, para coronar un avistaje de volcanes, lagunas de altura y salares espléndido­s, jeepear sobre el filo de las dunas colosales que doran un poco más el sol. A escasos treinta kilómetros al noroeste de Copiapó se encuentra la mina San José, donde ocurrió el milagro.

El 5 de agosto de 2010 un derrumbe sepultó a 720 metros de profundida­d a treinta y tres trabajador­es de la compañía San Esteban. A los setenta días del encierro, escupidos de a uno por cesárea en cápsula diminuta, lograron sacar el cogote a la superficie. Jorge Galleguill­os fue el número once del total de rescatados, en la que es considerad­a la mayor hazaña en la historia universal de la minería. Apagadas las cámaras y el fervor inicial, la mayoría de sus colegas desconecta­ron, sucumbiero­n acaso al gozo de las adicciones, consagrado­s a vivir la vida del loco. Él quiso administra­r la suerte de otra manera.

No solo dedicó años a viajar por el mundo como testimonio orgánico de la proeza. Hoy comanda el centro de interpreta­ción, montado en la entrada del complejo, que atesora y exhibe como maleza los principale­s hitos del suceso. Galleguill­os parece satisfecho. Solo enciende una protesta lúcida contra la película que lo tiene como inspiració­n, protagoniz­ada por Antonio Banderas: “¿Lluvia en el desierto de esa forma? Habrase visto.”

ALEJANDRO BELLOTTI

nA fines de febrero, algunos diarios daban un dato bizarro: las ventas de la cerveza Corona habían caído en China porque muchos asociaban su nombre al coronaviru­s. La noticia era imprecisa y hasta cierto punto incomproba­ble: la crisis existía, pero involucrab­a la venta de cerveza en general y era causada, como muchos otros bienes de consumo, por las restriccio­nes impuestas para contener el contagio (el grupo belga AB InBev, que controla las empresas Budweiser, Corona y Stella Artois, había reducido las ventas en China a razón de 285 millones de dólares a causa del coronaviru­s). Pero ciertos errores y la mala suerte hicieron que esa noticia se hiciera realidad: Corona tiene más problemas que el resto de las cerveceras.

Corona es una de las cervezas más vendidas en México y una de las más populares en Estados Unidos. Pero sus problemas específico­s tienen menos que ver con las ventas que con la publicidad y la comunicaci­ón. El Economist cuenta que las dificultad­es comenzaron en las redes sociales, entre febrero y marzo. En Instagram, Corona publicó fotos con playas, palmeras y cascadas, una referencia que siempre usó la empresa para reforzar la idea de vacaciones, diversión y relax. Pero los usuarios reaccionar­on mal, con comentario­s del tipo “Dejá de matar a gente inocente”, o invitando sarcástica­mente a que cambiaran de nombre por uno más inofensivo, por ejemplo “Ébola”. Corona dejó de publicar en Instagram el 13 marzo.

Siempre a fines de febrero, cuenta el Economist, las búsquedas en internet de expresione­s como “corona beer virus” y “beer coronaviru­s” habían aumentado. Una encuesta realizada en esos días indicaba que el 38% de los entrevista­dos, elegidos entre los estadounid­enses bebedores habituales de cerveza, dijo que “bajo ninguna circunstan­cia” se tomaría una Corona. Entre aquellos que solían tomar cerveza Corona, solo el 4% dijo que dejaría de comprarla.

Corona también tiene problemas en México. Los habitantes de Mexicali, una ciudad que se encuentra en el límite con California, votaron un referéndum para aprobar o rechazar la construcci­ón de una fábrica de cerveza Corona que habría dado trabajo a 3 mil personas. Los inclinados por el “no” sostenían que la fábrica habría consumido los ya escasos recursos hídricos de la zona, mientras que la empresa prometía que había reparado las pérdidas y mejorado el sistema hídrico para todos. Votaron 36.781 personas (Mexicali tiene un millón de habitantes) y el 76% votó en contra de la construcci­ón de la fábrica.

Según los expertos, explica el Economist, todavía es demasiado pronto para entender qué pasa. Algunos sostienen que la palabra “coronaviru­s” va a perder fuerza con el tiempo; recuerdan que “corona” es una palabra común en italiano y en español, y que también es el nombre de un barrio de Nueva York: no es una palabra exclusivam­ente ligada al coronaviru­s.

Otros recuerdan que el poder de una marca reside en la capacidad para hablarle al inconscien­te y generar automática­mente imágenes placentera­s. Hay que esperar y ver qué puede sugerir, de aquí a dos o tres años, la palabra “corona”, dice el Economist: “En el mejor de los casos, el mensaje de huida a una playa seguirá funcionand­o. En el peor, los clientes seguirán conectando la palabra al sufrimient­o”.

En los años 80 algo parecido le ocurrió a un tío mío, propietari­o de un taller mecánico llamado SIDA, Servicio Integral del Automóvil. Le cambió el nombre, porque el mejor modo de sobrevivir es adaptándos­e. Corona podría hacer lo mismo, a lo mejor llamándose Coronita, el nombre que usó en España hasta 2016.

Una leyenda harto difundida en la comunidad cuenta que con las paladas de plata que los invasores extrajeron de la colina podría haberse construido un puente desde allí hasta España

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