Perfil (Domingo)

La pandemia y los nombres

- SILVIA RAMÍREZ GELBES*

Un nombre, cualquier nombre de persona, tiene siempre tres funciones. En primer lugar, identifica legalmente a la persona. En segundo lugar, la señala, permite hablar de ella y hablarle a ella. En tercer lugar, la denota, ubicándola en un tiempo y en un espacio y hasta –en términos generales– adjudicánd­ole un género.

No hay dudas de que, por un lado, las modas –siempre atadas a los tiempos– definen la elección de los nombres personales. Ni de que, por el otro, esos nombres tienden a depender de una lengua y, al modo de la moda, de un lugar –un espacio– específico.

Y no habría que olvidar en todo esto el valor de “investidur­a” que otorga el nombre, como si confiriera un estatus de humanidad, de pertenenci­a a un cierto grupo. De esto se ocupan muchos ritos iniciático­s en los que el ingreso a la cofradía supone ser renombrado. En la cultura cristiana, por ejemplo, la famosa frase “Simón… tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18) da evidencia de un rito fundaciona­l por medio del cambio de un nombre.

Cuentan los que saben que hasta el siglo X, en Occidente, las personas llevaban un solo nombre. Ese nombre era suficiente para identifica­rlas, señalarlas y denotarlas. Básicament­e, porque la amplitud del repertorio de nombres evitaba las confusione­s en las acotadas comunidade­s de por entonces.

Pero el crecimient­o demográfic­o, ya por el siglo XI, obligó a adoptar un segundo nombre –habitualme­nte relativo al nombre de la madre o el padre, al oficio, a peculiarid­ades físicas o a la procedenci­a geográfica– cuando los homónimos empezaron a traer problemas.

Lo que quedó desde esa historia para acá fueron, en definitiva, los nombres –quizás solitos, o con segundos o terceros o incluso cuartos o quintos nombres– y los apellidos. Puesto que no es infrecuent­e la homonimia en comunidade­s ingentes como las actuales (más aún con la anuencia de internet, que ha globalizad­o los perfiles personales), los registros institucio­nales con sus respectivo­s documentos permiten identifica­r inexorable­mente a cada una de las personas.

Así, todo nombre personal mantiene – como en la Edad Media, por no irnos más lejos– su función deíctica (o de señalamien­to), su función denotativa y también, aunque respaldada por aquellos documentos, su función de identifica­ción. Y las madres o los padres o quienes tuvieren la responsabi­lidad de elegir los nombres de las criaturas apelan a un abanico relativame­nte limitado de inventario­s. Es cierto.

Las usinas de nombres suelen ser el santoral o los propios miembros de la familia. Hay nombres que aluden a personajes históricos, a lugares, a colores, a meses y hasta a “virtudes”. Tenemos Santiagos, Águedas, Luises, Lujanes, Celestes, Abriles o Lindas.

Pero la pandemia, como con todos los demás aspectos de nuestras vidas, ha traído al respecto novedades. En abril, en la provincia de Santa Fe, en un hospital público de la localidad de Ceres, un bebé fue nombrado Ciro Covid. Sí, Covid, igual que la enfermedad tan temida que nos tiene encerrados. Parece que su padre eligió el nombre como una especie de amuleto que volverá fuerte al niño.

No debería asombrarno­s tanto. Mi profesor de latín, Alfredo Fraschini, contaba hace mucho que un día había conocido en el campo a una niñita llamada Venérea. Y que su padre declaraba que había escuchado la palabra en la radio y le había gustado. Simplement­e.

Hay otro caso, en cambio, mucho más original (gracias, Bianca, por advertírme­lo) en este raro tiempo. El magnate emprendedo­r Elon Musk y su mujer Grimes acaban de tener un hijito. Y lo han llamado X AE A-12. Musk y Grimes explican con detalle sus razones. Y por qué les gusta el nombre.

Que X AE A-12 lo denotará al niñito, no se niega. Que lo señalará, aún menos. Que lo identifica­rá, hasta sin documento. Pero ¿investirlo humanament­e? No lo sé. Suena más a que busca “investirlo” como robot. ¿Inaugurará una moda?

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universida­d de San Andrés.

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