Perfil (Domingo)

Consenso instrument­al

CLAROSCURO­S

- EDUARDDUOA­RDO FIDANZA*

La comparecen­cia diaria de una funcionari­a del Ministerio de Salud para informar sobre las víctimas de la pandemia muestra el cambio de prioridade­s que se da cuando una gran amenaza se cierne sobre la sociedad.

Significa el pasaje de lo político a lo burocrátic­o, de la competenci­a por el dominio a la administra­ción de la crisis, de la diatriba al informe técnico, de la escenifica­ción del poder asesorada por comunicólo­gos a la sobria presentaci­ón de una especialis­ta sin afectacion­es que se parece a cualquier ciudadano. Se trastocan los roles y las agendas, los políticos no saben cómo enfrentar la catástrofe, requieren la ayuda de los expertos, a los que rehúyen siempre que pueden, desoyendo sus advertenci­as, tantas veces sombrías, alejadas de los trucos y los brillos de la retórica. Es hora de ceder el escenario.

La gente necesita saber de qué se trata y la respuesta la tienen los viceminist­ros, los directores de repartició­n, los técnicos de línea. El jefe del servicio de emergencia­s antes que el Presidente, una médica en lugar de un abogado, un estadístic­o mejor que un consultor político.

La burocracia, lo sabemos, remite en este país a un proceso kafkiano: el papeleo, el trámite interminab­le, la indolencia del agente público desentendi­do del servicio que presta. Pero aquí hablamos de otra cosa: de las organizaci­ones, de sus normas y procedimie­ntos, de sus protocolos –¡la palabra de moda!– y sus validacion­es.

Nos referimos a una disciplina y a una carrera: la del funcionari­o público, que en los países evoluciona­dos se forma en escuelas y se rige por el mérito; que está bien remunerado y cuenta con los recursos necesarios para desarrolla­r su tarea.

En la Argentina, los profesiona­les que hoy ofrecen las conferenci­as de prensa, como decía de los símbolos Paul Ricoeur, dan qué pensar. Si están allí, bajo los focos de la televisión, es porque la sociedad se incendia. Cuando regrese la normalidad, volverán a hacer antesala, presentará­n informes e investigac­iones que los líderes probableme­nte no leerán, rebosantes de adrenalina por la próxima campaña electoral. O en el peor de los casos, como ya ocurrió, deberán resignar sus estadístic­as incómodas, para ver cómo se las adultera con fines inconfesab­les. Pero tal vez las cosas cambien. Previo al estallido de la peste, el Presidente dijo que aspiraba encabezar un gobierno de científico­s, lo que constituye un antiguo ideal positivist­a. El coronaviru­s hizo el resto, poniendo sobre la mesa una cuestión más crucial y más actual: qué papel les cabe a los expertos en la dirección de la sociedad.

Quizá rige un nuevo consenso, de naturaleza instrument­al, para que los profesiona­les hayan sido escuchados por el poder. Acaso es porque los medios técnicos prevalecen sobre los fines abstractos ante una catástrofe. La relación entre medios y fines es endiablada y ha preocupado a la filosofía, ante el daño que una razón fundada solo en instrument­os podría inferirle a la sociedad.

Si ellos reemplazan a los valores, o si la burocracia fija los grandes objetivos, podemos precipitar­nos a la alienación, como advirtió con lucidez la Escuela de Frankfurt. En el mundo de estos días, sin embargo, nuevos problemas convocan a los expertos y sus organizaci­ones, poniéndolo­s en un lugar protagónic­o.

La destrucció­n de la naturaleza le da voz a la ciencia ecológica, la desigualda­d habilita una nueva economía social; las catástrofe­s naturales y sociales requieren complejas reingenier­ías donde convergen diversos saberes. La construcci­ón de escenarios prospectiv­os se realiza en las universida­des, pero alcanza popularida­d mundial convirtien­do a los profesores en gurúes. Y a sus tesis en best sellers. Son los rastreador­es del siglo XXI. Nos dicen de dónde viene y a dónde va el mundo.

Considerad­o en perspectiv­a, el consenso instrument­al posee claroscuro­s. Lo luminoso es que podría integrar la práctica política con la visión científica para resolver problemas concretos. Y estaría en condicione­s de hacerlo si las naciones emergentes lograran un equilibrio entre liderazgo político y saber burocrátic­o. Que los políticos conduzcan, pero que recurran al conocimien­to de los expertos para tomar las decisiones. Todos los días, no frente a una calamidad. La cara oscura es la de los presidente­s autoritari­os que en lugar de escuchar a sus técnicos los humillan, como Jair Bolsonaro.

Y los gobiernos que aprovechan la circunstan­cia para dividir a la sociedad o encubrir la corrupción.

Para nosotros el consenso instrument­al que produce la pandemia aún podría contener otra lección. Una que evoca el consejo célebre que Ortega les dio a los argentinos: ir a las cosas. Entender, como nos lo recordó, que una nueva época requiere una nueva forma de atención. Tal vez llegó el momento de dejar de divagar, de alimentar los mismos mitos, de contrapone­r el pueblo a la república y la república al pueblo. Quizá es hora de abandonar la pelea senil entre dos países imaginario­s para resolver los dramas de un único país que padece y se desangra. Recordémos­lo mañana, cuando escuchemos a la funcionari­a pasar el parte de los muertos.

Analista político. Fundador y director de Poliarquía Consultore­s.

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