El holandés errante
Kees van Dongen anduvo en los primeros años del siglo XX columpiándose entre el fauvismo, las coloridas bestias de movimiento francés y el expresionismo del grupo Die Brucke de los artistas alemanes. Pero Cornelis Theodorus Marie “Kees” van Dongen había nacido en Rotterdam en 1877 y llegó a París para participar del “prólogo del siglo XX” y dar, en esos años, todo lo que la Primera Guerra iba a desarmar y volver a construir.
Su estilo cínico e irónico no solo se plasma en su lema, “Pintar es la más bella de las mentiras”, sino en la forma con la que conquistó a la alta burguesía parisina cuando se convirtió en su artista fetiche. Fue para esa sociedad lo que Andy Warhol para la Nueva York de los años 60. Pintor de celebridades, anfitrión de fiestas lujosas, se codeó con estrellas de cine, políticos e intelectuales. La fiesta enmascarada fue quizá la más importante en la que las caras cubiertas permitieron descubrir otras partes.
“Lo esencial es alargar a las mujeres y especialmente hacerlas delgadas. Después de eso solo queda agrandar sus joyas”: según Kees, esa era la fórmula del éxito, que no solo incluyó a las mujeres “adelgazadas” y ricas sino a otras personalidades, como los políticos y dirigentes Louis Barthou y Leopoldo III de Bélgica, actrices y actores, Arletty, Maurice Chevalier y Sacha Gitry, y Anna de Noailles y Madamer Grès, escritora y diseñadora respectivamente.
¡Hasta llegar a Brigitte Bardot! Y sí, en 1959, la femme fatale, el ícono de la belleza moderna, posó para un cuadro. Kees, ya bastante mayor y casi de salida, la retrata jovencita con los ojos bien abiertos, un vestidito azul y el pelo rubio cayendo sobre los hombros. Pero ni siquiera se insinuaban la blonda cascada ni la sensualidad con la que conquistó desde su comienzo como actriz en películas como Y Dios creó a la mujer, de Roger Vadim.
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