Perfil (Domingo)

Infancias

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Me acuerdo de las vocecitas agudas y llenas de zetas de Los Parchís saliendo del tocadiscos como un enjambre de avispas

Hace un par de semanas, antes de que se permitiera a los padres pasear un rato a sus niños cada día, mi hermana me mandó un whatsapp. Félix, mi sobrino más chico, de tres años, había estado todo el día llorando, una pataleta continua desde la mañana hasta la tarde. Exactament­e hasta que lo sacó a la vereda a dar vueltas en el triciclo. Estuvo dos horas así, yendo y viniendo los cuatro metros de vereda de la casa. A la noche, cuando lo puso a bañarse, el nene le repetía: es lindo afuera, mami. Cuando leí eso me dio mucha angustia.

Ahora le pregunto si están haciendo uso del permiso presidenci­al para Félix. Me dice que sí, que salieron a dar una vuelta y que se hamacó en la que llamamos la placita de los niños suicidas. Una plazoleta siempre llena de yuyos con dos hamacas rotas y un tobogán de tres escalones. Queda cerca de su casa y en los diez años que lleva viviendo en ese barrio nunca vimos a nadie jugando allí. Siempre nos dio mucha curiosidad. Pensamos en algún emprendimi­ento barrial que quedó abandonado. Es apenas un triángulo entre calles sin asfaltar .

Nos reímos: ¿quién hubiera dicho que alguna vez llevaría a uno de sus hijos a esa placita? Claro que, en plena cuarentena, debe resplandec­er como un pequeño vergel.

Pienso en nosotras cuando éramos chicas, cuando la calle era la continuida­d del patio de la casa, cuando casi no estábamos adentro más que para comer y dormir. ¿Qué habríamos hecho condenadas al encierro entonces? Si apenas podíamos soportarlo las horas que durara un día de lluvia. O durante la convalecen­cia de las enfermedad­es que a veces por contagio nos metían a los tres en la cama al mismo tiempo: sarampión, varicela, las gripes en los inviernos especialme­nte fríos. O aquella vez cuando ella comió veneno de hormigas… debía tener la edad de Félix ahora, unos 3 años. Era verano. Mi madre había puesto veneno porque las hormigas negras estaban asolando las plantas del jardín. Era un veneno que se parecía mucho a las granas de las tortas: unos palitos fucsias. Verlos esparcidos en los caminitos marcados en el pasto por el ir y venir de las hormigas habrá sido para mi hermanita como un festín inesperado. Algo de lo vibrante de los cumpleaños derramado en la gramilla. Cuando mi madre la encontró tenía la boca manchada de rosa, parecido a cuando nos zampábamos las moras del árbol pero más tenue, y los ojos desenfocad­os. No recuerdo la secuencia pero me imagino que mi mamá habrá llamado a los gritos a la Tita, nuestra única vecina con teléfono, para que llamara a Trabichet, el único taxista del pueblo, el que llevaba a todas las mujeres a parir y a las viejas al cementerio los domingos. El taxi las habrá llevado al hospital. Allí la atendieron y vomitó rosa. A las horas volvieron a casa. Mi madre asustada. Mi hermana pálida y con las piernas flojas como cuando vomitás mucho. La indicación del médico: tranquilid­ad y silencio en la casa porque algún sobresalto podría provocarle convulsion­es. Esa palabra, convulsion­es, se parecía lo suficiente a tos convulsa, otro fantasma de esa época, como para que todos nos tomáramos en serio la advertenci­a.

Justo por esos días mi padre había comprado un tocadiscos y un montón de discos. Recién cuando pasaron varios días del envenenami­ento, mi madre permitió que escucháram­os música pero en un volumen mínimo. Me acuerdo de las vocecitas agudas y llenas de zetas de Los Parchís saliendo del tocadiscos como un enjambre de avispas. Del vozarrón de Larralde, que parecía andar en puntitas de pie por las pistas del disco.

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MARTA TOLEDO
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SELVA ALMADA

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