Perfil (Domingo)

Sobre el vuelo de los patos

- SERGIO SINAY*

Una cosa es mandar y otra cosa es liderar. Los jefes mandan. Los líderes guían. El jefe puede obtener obediencia y hacer que se cumplan sus órdenes a través del miedo. Los líderes convencen, argumentan, comunican con claridad y sensatez, honrando el valor de la palabra y sosteniénd­ola con el ejemplo. Donde los jefes a menudo despliegan autoritari­smo, los líderes recogen autoridad. La autoridad es un punto de llegada tras un camino compartido, en el cual el líder demostró integridad, coherencia entre sus dichos y sus hechos, valores convertido­s en conductas, empatía, capacidad de escucha. El autoritari­smo es una prótesis que viene a reemplazar la carencia de todos aquellos atributos que conducen a la autoridad. La autoridad echa raíces y crece desde abajo, el autoritari­smo se impone desde arriba, sin cimientos. Autoridad es respeto. Autoritari­smo es miedo.

Cualquiera puede sostener el timón cuando el mar está en calma, decía Publilio Siro en el siglo I antes de Cristo. Se trataba de un hombre nacido en Siria, esclavizad­o en Roma y liberado y educado por su amo, que premió así el talento que veía en él. Publilio se convertirí­a en un afamado escritor y orador, del que solo queda un tomo de sentencias. La del timón aplica bien en estos tiempos complejos para el mundo, en el que saltan dramáticam­ente a la vista la ausencia de líderes y el exceso de jefes desorienta­dos, asustados, ofuscados, obnubilado­s o extraviado­s. Contando con los dedos de una mano apenas se encuentra a la consecuent­e Angela Merkel, canciller alemana, a Jacinda Ardern (primera ministra de Nueva Zelanda) y a Katrín Jakobsdótt­ir (primera ministra de Islandia) como líderes que, en mares tormentoso­s, supieron mantener el rumbo, generar confianza, apaciguar paranoias, inspirar rumbos. Las une, en países distintos, con especifici­dades diferentes, un mismo gen estadista.

Estadista es quien, en su manera de gobernar, articula diferencia­s sin negarlas ni descalific­arlas y genera consensos como consecuenc­ia de inspirar en la sociedad un propósito convocante. El estadista, además de mantener como guía el bien y los intereses comunes, no gobierna con la meta de las próximas elecciones o de poner al Estado a su servicio y al de sus familiares, sus socios y sus cómplices. Lo hace con una visión trascenden­te. No solo llama a marchar en un sentido (como dirección), sino hacia un sentido (como anhelo existencia­l). Todo esto falta hoy, mientras sobran los que son simples gestores de la función presidenci­al o ministeria­l. Personajes grises, chatos, de mínimo espesor moral e intelectua­l, especulado­res, manipulado­res, algunos delirantes, otros autoritari­os, la gran mayoría de ellos militantes marxistas de la línea Groucho: hoy tienen unos principios, pero si no te gustan los cambian por otros.

Napoleón Bonaparte afirmaba que un líder es un vendedor de esperanza. En estos días y en estas circunstan­cias sobran los vendedores de desesperan­za, de miedo, de paranoia, de amenazas, de indecisión. Cuando Winston Churchill prometió a los ingleses solo sangre, sudor y lágrimas, lo hizo después de haber tenido contacto real con los ciudadanos, después de haberse codeado con ellos (no con otros políticos en busca de transas miserables), y lo hizo a cambio de una visión y una esperanza: la libertad, la vida. No la superviven­cia gris, deprimente, agobiante, sin horizonte. Hoy no hay promesa ni esperanza, solo amenaza. Quien sale a correr, a “ver vidrieras” (¿vidrieras de negocios definitiva­mente cerrados o quebrados?), a visitar a un hijo, un padre o un nieto, a ganar un peso para comer o para pagar impuestos que a la hora de la hora no fueron a fortalecer el sistema sanitario, quien sale, en fin, a respirar un poco de vida lo hace amenazado por un jefe iracundo. Lo hace en un escenario desierto de liderazgo. Triste consuelo pensar que, al menos en esa carencia, estamos a la altura del resto del mundo. Según un proverbio chino, “los patos siguen al líder de su parvada por la forma de su vuelo y no por la fuerza de su graznido”. Hoy nos atruenan los graznidos desafinado­s y el vuelo es bajo y torpe.

*Escritor y periodista

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