Perfil (Domingo)

La vida sigue igual

- GUILLERMO PIRO

Después de varias semanas de sequía, el tiempo se ha puesto llovedor. Lo curioso es que llueve por la noche, al otro día está lleno de charcos, el día gris, neblinoso, con esa luz blanquecin­a que queda en el cielo después de la lluvia. Vivo en un contenedor devenido casa, así que las gotas repican contra la chapa del techo y de las paredes. Me duermo oyéndolas y me despierto varias veces en la noche y el tintineo a veces más fuerte, a veces más suave sigue ahí. Me recuerda al techo de zinc de mi casa de infancia.

La semana pasada me compré un par de botas de goma. Otra cosa que no usaba desde que era niña. Me hubiese gustado conseguir unas negras como aquellas, pero ahora vienen estampadas, de varios colores y, además, estaban a buen precio. Creo que dejé de usar botas de goma cuando terminé la escuela primaria. En la secundaria usarlas era un signo vergonzoso de que vivías en la periferia, en calles de tierra. Nosotros vivíamos a una cuadra del asfalto. Entonces me ponía unas bolsas sobre los zapatos para caminar esos cien metros de barro y luego me las quitaba. Supongo que llevaría otro par de bolsitas secas para la vuelta. Ayer por fin pude usar mis botas toda la mañana. Hubo un asunto de perros con los vecinos. Nada me perturba tanto como tener problemas con los vecinos. Cuando era chica mis padres se pelearon con el vecino porque puso una claraboya que daba a nuestro patio. Una discusión que por supuesto no terminó en paliza pero que rompió la relación de una vez y para siempre. Estuvieron décadas peleados, la claraboya firme en su lugar, y todavía seguirían peleados si el vecino no hubiese vendido la casa, marchándos­e del barrio. Entonces nunca quise problemas con mis vecinos. Mi perra se metió en la casa de al lado. Allí tienen dos ovejeros y la vecina vino a decirme con mucha amabilidad que no respondía por el ovejero macho que es muy bravo y podía lastimar a mi perra. Así que estuvimos toda la mañana acarreando pedazos de palets viejos que estaban arrumbados en el fondo, para construir un cerco. Mis botas respondier­on bien. Se camina diferente con botas de goma, como sin mirar donde una pone el pie, firme y con decisión. Lo había olvidado.

Yendo al fondo a buscar las maderas descubrí matas de junquillos. No los había reconocido hasta ahora que empezaron a florecer. Sin flor son apenas un puñado de hojas verde oscuro, finitas, que crecen desde el suelo hacia arriba. El junquillo es la flor de mi abuela Siomara, sus canteros siempre estaban llenos de junquillos. Como florecen en esta época cuando no hay muchas flores, armábamos ramitos para llevar al cementerio. Mi madre también había plantado en su casa y hubo durante muchos años hasta que se perdieron. Así suele decirse de las plantas de bulbo. Están la mayor parte del año latiendo bajo la tierra, no sabemos que están ahí hasta que las hojas rompen la superficie y luego las flores para desaparece­r cuando termina su estación. Hasta que un año ya no vuelven. Se perdieron los junquillos, decimos.

Miro esta primera flor y sonrío pensando en mi abuela que a los cincuenta años dejó su casa y sus matas de junquillo para irse a Buenos Aires a trabajar de mucama. A la edad en que las mujeres del pueblo se resignaban a enviudar o a seguir viudas y solas hasta la muerte, a criar nietos y cuidar familiares enfermos, la abuela Siomara se compró un pasaje de micro, hizo un bolso y se fue a una ciudad enorme y desconocid­a. A criar hijos de otros, a cuidar los enfermos de otros, pero por dinero.

SELVA ALMADA

n“¿Alguna vez fue más fácil ser futurólogo? En la mayoría de los casos, desconfío de la profesión, ya que implica pronunciar­se sobre acontecimi­entos que aún no han llegado, y por lo tanto nadie se hace responsabl­e de sus errores cuando llegan, porque en ese caso ya no se trata del futuro, y por lo tanto no es algo que concierna a los futurólogo­s”. El que habla es Oliver Burkeman, que un par de viernes atrás escribió en el Guardian acerca de la facilidad con que todos, desde el ataque del Covid-19, nos hemos convertido, cada uno a su modo, que siempre es un poco improbable, en futurólogo­s.

En cierto sentido es un futurólogo aquel que en determinad­o momento, a través del barbijo, por televisión, personalme­nte o por chat, se pronuncia acerca de un cambio específico que tendrá lugar en cualquier campo: la educación o la economía, los viajes o el trabajo, las relaciones sentimenta­les o el deporte, la publicidad o la fabricació­n de sorbetes ecológicos.

Burkeman no dice que todo esto sea necesariam­ente falso: no lo convence el hecho de que los artículos leídos en los diarios dan por descontado que en lo sucesivo la vida será distinta. “Es una de las pocas cosas que podemos estar seguros que no será así. A la mayor parte de nosotros [...] la vida nos parecerá normal”.

Burkeman alude a dos tendencias: una es la adaptación o rueda hedónica, es decir nuestra tendencia a adaptarnos emotiva y rápidament­e a los cambios, positivos o negativos, con el fin de volver a nuestor nivel base de optimismo o pesimismo. La otra es lo que los psicólogos llaman focusing illusion, esto es la tendencia a sobrevalor­ar el impacto de un único cambio en nuestra vida. El resultado de estas dos tendencias es que cualquier cambio futuro de nuestra situación –no poder seguir estrechand­o la mano del gerente de nuestra empresa, llevar el barbijo en lugares públicos, besar en la mejilla a cualquier desconocid­o, e incluso cosas más graves, como perder el trabajo o no poder compartir un mate en familia– probableme­nte influya en nuestra vida mucho menos de lo que pensamos.

“Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 nos dijeron que el mundo no volvería a ser el mismo, y no fue así. Salvo que para las personas directamen­te involucrad­as –tocadas de cerca por la muerte de alguien cercano, prisionera­s en Guantánamo– en poco tiempo todo volvió a la normalidad. En la historia siempre ocurre lo mismo: cada vez que un gran acontecimi­ento altera la vida cotidiana de una civilizaci­ón, esa vida cotidiana había nacido de una situación terrible provocada por la última gran alteración”. Esto no significa, prosigue Berkeman, que todo estará bien. Algo estará peor: un mundo con menos contacto humano y más desocupaci­ón será objetivame­nte peor, pero así como ocurrió después del 11 de septiembre de 2001 y de la crisis financiera de 2008, la vida seguirá teniendo un sentido.

En palabras de Milan Kundera, es mentira que la gente quiere cambiar el futuro, ese vacío indiferent­e que no le importa a nadie y nadie conoce; la gente quiere ser dueña del futuro para poder cambiar el pasado: “Todos luchan por entrar al laboratori­o donde se retocan las fotografía­s y se reescriben las biografías y la historia”. Burkeman no cita a Kundera, pero sí al politólogo Mark Lilla, para quien el hecho de preguntars­e cuán distinto será el futuro significa asumir un comportami­ento pasivo. El futuro no existe, dice Lilla, somos nosotros los que hacemos que las cosas sucedan. Entre esos dos extremos –entre Kundera y Lilla– tendremos que vivir.

Creo que dejé de usar botas de goma cuando terminé la escuela primaria. En la secundaria usarlas era un signo vergonzoso de que vivías en la periferia, en calles de tierra.

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MARK LILLA
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