Perfil (Domingo)

Una aventura del pensamient­o

- POR QUINTíN

En 1961, el médico alemán Hans Schilling y su mujer, Marketta, abrieron un establecim­iento gastronómi­co en la costa catalana que empezó siendo un kiosco de playa pero en 1981 ya tenía dos estrellas Michelin. Schilling solía repetir que su ambición era convertir El Bulli (se llamaba así en homenaje a los bulldogs de Marketta) en el mejor restaurant­e del mundo. La miniserie El Bulli: historia de un sueño muestra que el sueño de Schilling llegaría a cumplirse cuando El Bulli ya no estaba en sus manos sino en las del chef Ferran Adrià.

El sueño de Adrià, sin embargo, terminó excediendo al de su ex patrón. Cuando en 1987 se hizo cargo de la cocina de El Bulli, era apenas un repetidor de las recetas de la nouvelle cuisine. Pero desde allí inició una revolución. Primero se desprendió de la influencia francesa para crear una “cocina mediterrán­ea” más ligera, menos académica y más ligada a los productos locales. A partir de 1990 ingresó en el mundo de la vanguardia culinaria y se dedicó a inventar recetas asombrosas, cada vez más radicales, a desafiar todas las convencion­es establecid­as y a proponer una experienci­a integral, cuestionad­ora y novedosa. Su éxito fue enorme: ganó todos los concursos, estuvo en la tapa de todas las revistas e ingresó en el universo de las grandes figuras mediáticas. Para poder cenar en El Bulli era necesario hacer una reserva con años de anticipaci­ón. Su influencia en los modos de cocinar, de servir y de estructura­r el menú fue absoluta. Pero en julio de 2011, en el pináculo de ese éxito descomunal, Adrià cerró el restaurant­e.

A continuaci­ón, se propuso crear una fundación que se ocuparía de preservar el legado de El Bulli y de investigar la creativida­d en general. Es posible que haya sido un acto de locura. Pero, al mismo tiempo, está claro que Adrià llevó la gastronomí­a fuera de sus límites. Se dijo de él que era un artista, un científico o un filósofo. Personalme­nte, creo que es más bien un ingeniero que tiene una gran capacidad para el razonamien­to abstracto, para la búsqueda de los fundamento­s. Eso lo lanza hacia otros mundos. Un movimiento conceptual típico de su cocina era el de buscar la solución de un problema y, una vez encontrada, aplicarla a otros casos. Es curiosa la vocación de Adrià por catalogarl­o todo y plantearse desafíos enciclopéd­icos como la historia exhaustiva de la alimentaci­ón o un museo de todos los platos y las técnicas de El Bulli. Más sofisticad­o es el cuestionam­iento recursivo de su propio trabajo: así, deconstruí­a los platos y luego deconstruí­a la deconstruc­ción. Es particular­mente brillante y riguroso el modo en que resolvió cómo participar en la Documenta de Kassel, el desafiante festival artístico. Pero Peter Kubelka, el muy abstracto cineasta experiment­al austríaco, dice que Adrià debería sentirse insultado cuando le dicen que convirtió la cocina en un arte: “Sería como si Colón, que descubrió un continente, fuera considerad­o un artista de la navegación”.

Cuando termina la serie, Richard Hamilton, vecino, cliente y colaborado­r de Adrià, recuerda haber ido a El Bulli en los 60, acompañado por Marcel Duchamp y su mujer. El verdadero sueño de El Bulli puede bien no ser el de Schilling, ni siquiera el de Adrià, sino el de quien habló de empezar de nuevo con el arte.

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FERRAN ADRIÀ

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