Perfil (Domingo)

Palabras que faltan

- POR DAMIáN TABAROVSKY

Proust no tiene demasiada fama como ensayista, sin embargo hay un par de artículos suyos que a mí me parecen claves. Uno es Acerca del “estilo” de Flaubert, donde lee a Flaubert a su favor: “Aquello que hasta Flaubert era acción, se vuelve impresión. Las cosas tienen tanta vida como las personas”. Y luego repara en el uso del imperfecto libre (“ese eterno imperfecto”) como un modo de comprender la novedad de Flaubert. El otro ensayo es Contra SainteBeuv­e. Pensado originalme­nte como una nota para Le Figaro, termina siendo un largo texto de trescienta­s páginas. Su prefacio es célebre –es decir, olvidado– y siempre vale la pena volver a él, en especial a su primera frase: “Cada día le doy menos valor a la inteligenc­ia. Cada día me doy más cuenta de que es más allá de ella que el escritor puede asir nuestras impresione­s, es decir, lograr algo de sí mismo y de la materia del arte”. A su manera, Proust abomina del escritor inteligent­e, hondo, profundo, informado. El escritor es un artista y se opone al hombre de letras, que pertenecer­ía al mundo de la cultura, ámbito que se manifiesta como hostil al arte. La cultura representa­ría lo instituido, mientras que el arte sería aquello que viene a desafiar esos valores.

Sin embargo, Proust –nacido en 1871– creció en el clima de la Tercera República, que imponía la educación laica y la ciencia como valores centrales y la inteligenc­ia como timón social. Son los años del “gobierno de los doctores”, como se los llamaba, en una mezcla de sorna con respeto. Pero nuevamente en la herencia de Flaubert (que del boticario Homais en Madame Bovary a la bêtise de Bouvard y Pécuchet sospecha de la inteligenc­ia como de la peste) también la declara su enemiga. La literatura de Proust describe el momento en que la inteligenc­ia deja finalmente de ser una actividad corrosiva, riesgosa, crítica, una forma de pensar contra el sentido común, y se vuelve un modo del aparato decorativo de las buenas costumbres, una actividad que no solo no modifica el curso de las cosas, sino que, al contrario, lo deja intacto. ¿Qué relación tiene la ironía con la inteligenc­ia? ¿Podríamos postular que la ironía hoy se ha vuelto la forma más sofisticad­a de la inteligenc­ia, en el sentido flaubertia­no y proustiano del término? No lo sé. Sé, sí, que Paul Virilio escribió que la intuición es la inteligenc­ia en cámara rápida, y que bien se podría decir algo así de la ironía. Dicho en otros términos: cuando hay ironía es que hay también inteligenc­ia. Pero cuando no la hay, entonces la inteligenc­ia se vuelve solemne, pasteuriza­da, vacía. La inteligenc­ia que se vuelve idiota. Pero la ironía no implica arrancar una sonrisa o hacer reír. Esos son detalles irrelevant­es que pueden estar o faltar, lo mismo da. La ironía no es graciosa, no es un chiste, no se parece en nada al humor.

La ironía es otra cosa: implica sospechar radicalmen­te de nuestra propia inteligenc­ia. Pensaba rematar este artículo con las entradas “inteligenc­ia” e “ironía” en el Diccionari­o de lugares comunes de Flaubert (consejo a los jóvenes columnista­s que recién empiezan: en ese diccionari­o siempre hay frases ideales para rematar artículos), pero resulta que esas palabras no figuran. Una pena (sobre todo para mí, que tuve que escribir este párrafo solo para llegar a los 3.300 caracteres que debe tener esta columna).

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MARCEL PROUST

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