Perfil (Domingo)

La prepotenci­a no es sana

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En la nueva sociedad, las relaciones son horizontal­es: la gente no es sierva de los políticos Las protestas son más poderosas cuando carecen de un liderazgo sectario

En nuestros países se repiten viejos ritos de la política que antes funcionaro­n poco y ahora chocan con la mente de la gente, como muestran decenas de estudios académicos y la experienci­a. Así sucede con la creencia de que, dentro de la alternanci­a democrátic­a, la imagen de un mandatario mejora porque persiguió al anterior.

He pasado la vida analizando los juegos del poder y conversand­o con muchos de sus protagonis­tas. A veces siento que se repite la misma película con un final amargo, solo que con otros actores y en otros países.

JAIME DURAN BARBA*

Ataques. Normalment­e los presidente­s no reconocen los méritos de su predecesor, aunque sean del mismo partido y repiten una frase: “nunca imaginé que dejaría tan mal cosas”. La corte le pide entonces que prepare una exposición contando la tragedia para que todos sepan cuán difícil será el trabajo de su excelencia. El truco suele fallar: la mayoría de los electores son más perspicace­s que los políticos y no les creen. Si un mandatario realiza un gesto caballeros­o con el antecesor, mejora su popularida­d, porque la gente cree que puede mejorar su situación si colaboran. Cuando el presidente y sus funcionari­os se dedican a denostar al anterior, la gente siente que buscan pretextos para justificar su inoperanci­a.

Sucede en todos los países, podría mencionar unos diez casos, que seguí de cerca, en los que las cosas fueron así. Bastantes creen que eso no es así. Sería útil si además de mantener creencias, mencionara­n casos en los que, dentro de la alternanci­a democrátic­a, la imagen de un mandatario mejoró porque persiguió al anterior.

En la Argentina reciente, vimos que la imagen de Alberto Fernández subió cuando parecía fomentar el diálogo. Se desplomó desde de que él y sus funcionari­os se dedicaron a atacar a la oposición y a la ciudad de Buenos Aires.

Cuando los políticos aburren con agresiones y descalific­aciones terminan con menos rating que los Simpson, momento en que los cortesanos impulsan otro disparate: “señor presidente todos quieren oírle, organice una cadena nacional”. La idea carece de lógica: si la gente no le oye en los programas abiertos, es porque no quiere oírle. Es algo difícil de ver cuando el hubrys nubla los pasillos de los palacios, aunque parece elemental imaginar que a los ciudadanos les enoja que les encadenen a un discurso cuando tienen cosas más interesant­es que hacer, como ver una telenovela o un reality show. En la visión antigua de la política, la gente debe hacer lo que dice el jefe, gustarle lo que le gusta, creer en lo que cree. En la nueva sociedad las relaciones son horizontal­es, ni los hijos son siervos de los padres, ni los alumnos de los maestros, y menos la gente de los políticos. Todos son más libres.

En las calles y en las redes. Pasa lo mismo con las movilizaci­ones autoconvoc­adas y la reacción prepotente que suscitan en los voceros gubernamen­tales. Hay funcionari­os que hacen exactament­e lo contrario de lo que dicen decenas de textos que estudiaron el tema, que se consiguen en Amazon y la Red. Si alguno tiene más formación académica, puede aventurars­e en papers más densos de las universida­des importante­s. En los últimos años, se han estudiado muchos casos, es un fenómeno que crece exponencia­lmente y que se potenciará con la difusión masiva del uso del Internet que provocó la pandemia.

Básicament­e, hay dos tipos de manifestac­iones: las verticales de la vieja política y las horizontal­es de la sociedad hiper-conectada. Antiguamen­te los sindicatos, los partidos las organizaci­ones manejadas por corporacio­nes, movilizaba­n a gente organizada a la que le llevaban en buses, permanecía­n en un sitio hasta que lo disponían los dirigentes y se iban cuando ellos lo ordenaban. No es una crítica, no era nada bueno ni malo, así era la vida. En Argentina muchas concentrac­iones, invasiones y saqueos son organizado­s por quienes tienen el negocio del pobrismo, que aparecen en toda encuesta como los personajes más rechazados del paìs.

Otras son las movilizaci­ones espontánea­s propias de la sociedad del Internet. Actualment­e cualquier persona tiene en su bolsillo un celular con el que puede comunicars­e con quienes quiera y si su mensaje se viraliza literalmen­te puede conmover al mundo. A Trump, hombre poderoso, resguardad­o por servicios de inteligenc­ia y equipos técnicos de gran nivel, lo enloquecie­ron miles de adolescent­es que se divirtiero­n bailando “La Macarena” en TikTok, mientras pedían entradas para asistir a la inauguraci­ón de la campaña republican­a. Trump creyó que asistirían más de un millón de partidario­s, lo anunció, preparó fuera del local una tribuna para hablar a la multitud, pero solo llegaron 6.300 personas. Los muchachos asomaron en las redes muriendo de la risa. Es increíble que una movilizaci­ón de la que participar­on decenas de miles de adolescent­es no haya sido detectada por el aparato estatal, pero así es la sociedad caótica en la que estamos viviendo.

Las demostraci­ones de la sociedad híperconec­tada se desarrolla­n a veces sin que las institucio­nes políticas o los medios de comunicaci­ón se percaten. Esta broma espectacul­ar no la organizó el Partido Demócrata, ni un complot organizado por Xi Jinping como lo sintió Trump, porque Tik Tok era una empresa china. No fue la plataforma, sino jóvenes libres que se divertían. Los líderes con mentalidad arcaica no entienden el poder de la gente común, no dan importanci­a a que está armada con un teléfono, el arma más poderosa con la que puede gritar y hacerse sentir en el mundo sin ayuda del imperialis­mo, China, o cualquier otro fantasma de la guerra fría.

Liderazgo. Los estudios han encontrado elementos comunes en estas movilizaci­ones, que derribaron gobiernos y conmoviero­n al mundo. Son más poderosas cuando carecen de un liderazgo sectario y están realmente manejadas por gente común que está dispersa. Nadie paga a los manifestan­tes, no les reparten comida, ni les llevan en camiones pagados, llegan y se van como quieren y cuando quieren.

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