Contrastes borgianos
dice Ezequiel Alemián. En cambio, “la parte más concreta, más material, el hacer de los libros, distribuirlos, cobrarlos, terminó siendo lo que nos llevó a interrumpir el proyecto: era demasiado trabajo para lo que estábamos dispuestos a dedicarle”. En total publicaron 24 títulos.
Si parecen fuera de género en lo que se escribe hoy, los textos de los hermanos Alemián tienen entre sí cierto aire de familia por esa misma extrañeza. “La diferencia está en la escritura. Podemos padecer las mismas inclasificaciones, estar un poco sometidos a los mismos sistemas de circulación, pero me da la impresión de que escribimos cosas muy diferentes”, apunta Ezequiel Alemián. Puntualmente, “en los libros de mi hermano leo espontaneidad, humor, amabilidad, cosas que me cuesta encontrar en lo que yo hago; creo que él ama al mundo y a mí en el fondo me gustaría prenderlo fuego”.
En pie de guerra. Las diferencias literarias pueden derivar en rivalidad. O la literatura quedar en el medio de disputas originadas en otros aspectos de la historia familiar. A veces lo más inquietante de un hermano no surge de sus características singulares sino, justamente, de la medida en que refuerza las marcas propias de identidad.
La relación entre las hermanas Ocampo es un caso testigo de una mala relación y de mutuos malentendidos. Victoria Ocampo (1890-1979) perdió el manuscrito de Viaje olvidado, el primer libro de Silvina Ocampo (1903-1993), y la reseña que publicó en la revista Sur fue otro motivo de disgustos en la familia.
En casa de los Borges, al parecer, no hubo peleas. Las diferencias y la resignación de Norah Borges (1901-1998) como escritora en función de la carrera de su hermano transcurrieron sin estridencias. “Escribía poemas, pero los destruyó para no usurpar lo que ella juzgaba mi
“Norah, en todos nuestros juegos, era siempre el caudillo; yo, el rezagado, el tímido y el sumiso. Ella subía a la azotea, trepaba a los árboles y a los cerros; yo la seguía con menos entusiasmo que miedo. En la escuela el contraste se repitió. A mí me intimidaban los chicos pobres y me enseñaban con desdén el lunfardo básico de aquellos años; no dejaba de sorprenderme que en casa no me hubieran instruido en las voces más comunes del habla. Mi hermana, en cambio, dirigía a sus compañeras. A algunas, las más tontas, les refería complejas y disparatadas historias que ellas no han acabado aún de entender. Nuestro breve universo era cerrado. En casa tuvimos libertad, no fuimos asediados con restricciones; mi padre, profesor de Psicología, creía que son los chicos los que educan a los mayores. Con una de nuestras abuelas hablábamos de un modo y con otra de otro; el tiempo nos enseñaría que esos dos modos eran la lengua castellana y la lengua inglesa. Cuando era muy niña Norah no aceptaba una golosina si no me daban la mitad”.
n territorio”, dijo Jorge Luis Borges (1899-1986) en el prólogo a una recopilación de litografías.
Norah Borges también cultivó y abandonó precozmente la crítica de arte, bajo el seudónimo Manuel Pinedo: “Otra vez la misma delicadeza”, según su hermano. O acaso un nuevo sacrificio, esta vez a lo que pasaba por competencia del esposo, Guillermo de Torre.
Pero la valoración de un hermano puede surgir a expensas del otro y revelar no un episodio anecdótico sino una clave de lectura. La consagración de Lucio V. Mansilla (1831-1913) fue simultánea al olvido de Eduarda Mansilla (1834-1892). “Hasta hoy –destaca Jimena Néspolo–, aun cuando existen muchas razones para leerla junto a su hermano, Eduarda no ingresa a los programas de lectura, e incluso muchas mujeres que se dicen feministas no permiten una ampliación del canon lo suficientemente lábil para leer ese vínculo. Es algo más profundo, estructural, que atraviesa a la cultura y tiene que ver con cómo se proyecta la voz del autor en una figura masculina”.
La casuística incluye también, entre otros ejemplos, a Armando Discépolo y Enrique Santos Discépolo; Copi (Raúl Damonte) y el novelista Juan Damonte; Francisco Urondo y Beatriz Urondo; la ensayista Nora Catelli
y el narrador Mario Catelli, ambos radicados en Barcelona. Un hermano escritor puede ser un rival y también un cómplice, y en todo caso una prefiguración de lo que aguarda al escritor en su adultez: “Las amistades literarias son una prolongación de la hermandad. Esa es una elección que se hace día a día con discusiones y lecturas, con decisiones respecto de a qué renunciás y por qué optás”, dice Jimena Néspolo.
“Es el grado cero de la fraternidad –agrega Ezequiel Alemián–. Quizás el desafío es expandir esa fraternidad hacia otros, hacia terceros”. Las señas de identidad de un escritor pueden ser también lazos de sangre.
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