Perfil (Domingo)

Una novela total

El Big Rip es el estallido que podría hacer desaparece­r al universo. Pero es también –o por eso– el título de la nueva novela de Ricardo Romero, de una extensión poco habitual en el mundo editorial argentino. En ella la desaparici­ón de las personas es abo

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Si bien es cierto que en los últimos años son cada vez más los escritores que apuestan por la extensión, en la literatura argentina –o en cualquier otra, podría decirse– una novela que bordea las mil páginas es un fenómeno que se da muy de tanto en tanto. En general, ni las editoriale­s ni los lectores alientan proyectos de esta naturaleza. Cuando un autor escribe un libro así, usualmente está asumiendo riesgos de todo tipo, y entre ellos uno terrible: el de peregrinar durante décadas en busca de alguien que se digne financiar la incontinen­cia verbal, como le pasó a Laiseca con Los Sorias. Por eso siempre vale la pena leerlos, darles una chance. Además, y exceptuand­o por supuesto a los best-sellers, digamos que se trata de libros que pasan tantos filtros que es muy difícil que sean malos. La mayor parte de las veces son por lo menos dignos y se dejan leer hasta el final, cosa que en un texto de estas dimensione­s no es poco.

Lo que en todo caso podríamos decir que no es muy frecuente es que uno sienta que al texto no le sobran palabras, o páginas, y ese es precisamen­te uno de los méritos de Big Rip (Alfaguara), una especie de “novela total” donde Ricardo Romero produce una síntesis entre varios géneros, entre ellos el policial, la ciencia ficción y el “fantástico puro” (según la definición que diera Todorov alguna vez). Buena parte del texto se juega entre estos bordes genéjunto ricos; aunque a su vez se aleja de ellos a partir de un uso del lenguaje que no es común en esas tradicione­s. Por eso podríamos pensarlo como parte de lo que algunos llaman new weird.

Grosso modo –imposible expresarlo de otra manera aquí–, la trama se articula alrededor de dos personajes o, mejor aun, pareciera emanar de ellos, como si el autor hubiese seguido el método del escritor belga Georges Simenon, quien primero elaboraba muy bien al personaje y después, cuando ya lo tenía completame­nte delineado, le añadía la contingenc­ia. Por un lado está Tomás, que es un joven que trabaja en una oficina de correo y está obsesionad­o con su hermana muerta, a quien logra ver en distintas situacione­s cotidianas

Cuando un autor escribe un libro así, usualmente está asumiendo riesgos de todo tipo

GONZALO SANTOS

a un hombre decapitado; por el otro está Alfonso, que es un tatuador tartamudo y víctima de bullying que encuentra su punto de fuga en el dibujo y, más precisamen­te, en el dibujo recurrente, obstinado, del cinco, número que simboliza, entre muchas otras cosas, el cambio y el movimiento, que es lo que caracteriz­a tanto a su personalid­ad como a la novela misma. La referencia a la numerologí­a no es por cierto casual, porque en el texto tanto los nombres propios como los números no parecen estar ahí por un azar o por capricho. En Big Rip nada, en realidad, pareciera tener una función superflua.

Ahora bien, durante las primeras trescienta­s o cuatrocien­tas páginas, que acaso sean las mejores, la historia de estos dos amigos se va intercalan­do con la de “un hombre viejo, muy viejo” –así se lo llama en el libro– que se despierta, ve un vaso de lava, duda si tomarlo o no, y cuenta historias que parecieran funcionar como relatos enmarcados independie­ntes hasta que de a poco se van conectando con el intrínguli­s principal, que se inicia cuando algunas personas empiezan a desaparece­r. Al principio es una mujer en un bar; luego se van sumando otras. Muchas otras. Y lo interesant­e aquí es que esas “desaparici­ones” no tienen una connotació­n política, como uno esperaría en un escritor argentino. O por lo menos no se advierten huellas ostensible­s que habiliten esa lectura. Esto es un acierto no porque el tema no sea importante –siempre vale aclararlo, por las dudas–, sino porque se trata de un tópico ya demasiado transitado en la literatura argentina de los últimos años, o más bien de las últimas décadas.

Digamos que lo que a Romero le interesa abordar, desde una retórica que no escatima metáforas cognitivas o conceptual­es, pertenece más a una dimensión ontológica que a una política o social. La novela, en este sentido, construye una “realidad total”, pero para luego ir desmoronán­dola de a poco, como suele ocurrir en muchos textos de Philip Dick, en cuya tradición –en parte, al menos– parece inscribirs­e este texto donde no sólo las personas empiezan a desaparece­r sin un motivo aparente: también la ciudad misma –sobre la que el autor no da muchas referencia­s concretas– comienza a perder, literalmen­te, su espesor. La topografía cambia de un día para el otro, como pasa en muchos textos del nuevo weird, y con las personas –en tanto daseins o ser-ahí– pasa lo mismo. De pronto Tomás y Alfonso ahora son Theodor y Charles, como en una película de David Lynch. La identidad de cada uno –la ética también– estalla por los aires, y ya no está claro si son héroes o villanos. “El único puente que nos une con todos los que alguna vez fuimos no es la memoria, porque cada vez que convocamos un recuerdo, lo falseamos; el único puente son los secretos, porque solo ellos permanecen iguales a sí mismos”, es uno de los leitmotivs que varios de los personajes escuchan desde una voz en su interior, mientras esperan lo único que se puede esperar en un mundo inhumano como ese: el fin de las cosas.

Lo que a Romero le interesa abordar pertenece más a una dimensión ontológica

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CEDOC PERFIL ROMERO. Nació en Paraná, Entre Ríos, en 1976. Es licenciado en Letras Modernas por la UNC.
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