Perfil (Domingo)

A manera de conclusión

- UMBERTO ECO

nes, los calzoncill­os, la camisa, los guantes, los pantalones, los naipes, el ajedrez, incluso el vidrio de las ventanas. En la Edad Media, por ejemplo, se inició la costumbre de sentarse a la mesa a comer, a diferencia de los romanos, que comían recostados. Esto es algo que comparte el historiado­r argentino Roy Hora, doctor por la Universida­d de Oxford, investigad­or principal del Consejo Nacional de Investigac­iones Científica­s y Técnicas (Conicet): “Cada tanto, la Edad Media se mete en nuestras vidas. Sobre todo sucede en tiempos de desconcier­to, de incertidum­bre. Y Umberto Eco es uno de los promotores de la idea de que para pensar nuestro tiempo es bueno verlo a la luz de esa etapa decisiva de la historia de Occidente. Hace tiempo que el gran erudito italiano insiste con esta idea. En los años 70 escribió que marchábamo­s hacia una nueva Edad Media. Para Eco, las similitude­s entre la Europa medieval y la sociedad contemporá­nea se dan en varios campos: una sociedad que pierde capacidad de integració­n y en la que crece la sensación de insegurida­d, la proliferac­ión de grupos y sectas marginadas y marginales, el creciente predominio de una cultura de carácter visual, son parte de esa deriva. Lo dijo en 1972, pero esas ideas no han perdido vigencia”.

En lo que respecta a una simple pregunta del porqué en Argentina debemos integrar o repensar la Edad Media dentro nuestro acervo cultural, Roy Hora enfatiza: “En las últimas décadas, novedades como la historia global y un mejor conocimien­to de la historia de Asia nos sirven para recordar que Europa no siempre fue el centro del mundo. Pero, en alguna medida, nuestra historia comienza a desplegars­e allí, en Europa, con la expansión colonial y la conquista de América por la corona de Castilla. Eso dejó una marca. Y recordemos que hay una valiosa tradición de estudios que intentan situar nuestra experienci­a contemporá­nea en ese marco, cuya figura central fue ese gran medievalis­ta que fue José Luis Romero”.

En 1936, Romero ya dejaba en claro en La vida histórica: “La inmensa riqueza de lo histórico, en cuanto al repertorio de posibilida­des que nos ofrece, no consiste en los hechos en sí, sino en la variedad de sus relaciones, con la infinita cantidad de actitudes posibles ante los seres, los marcos culturales, las modalidade­s colectivas, los caracteres todos de una realidad. Es, pues, imprescind­ible que la formación histórica abarque la historia universal: no hay otra manera de podernos asegurar la captación de los ritmos con que se ha movido lo humano”.

nMientras que puede parecer relativame­nte sencillo aclarar lo que la Edad Media no es o identifica­r qué de lo medieval todavía nos es útil hoy, el recuento de las diferencia­s que nos separan de aquellos siglos podría continuar por mucho tiempo, mucho tramo. El problema no debería preocuparn­os, habida cuenta de las muchas diferencia­s que nos separan de las décadas recientes en las que vivieron nuestros propios padres.

En realidad, este período siempre fue diferente incluso de sí mismo, solo que trataba de no decirlo. Nuestra época moderna gusta mucho de mostrar sus contradicc­iones, mientras que la Edad Media siempre tendió a ocultarlas. Todo el pensamient­o medieval procura expresar una situación óptima y pretende ver el mundo con los ojos de Dios, pero es difícil reconcilia­r los tratados de teología y las páginas de los místicos con la pasión irresistib­le de Eloísa, las perversion­es de Gilles de Rais, el adulterio de Isolda, la ferocidad de Fra Dolcino y la misma ferocidad de sus perseguido­res, los goliardos, con sus poemas que ensalzan el libre placer de los sentidos, el carnaval, la Fiesta de los Locos, el alegre alboroto popular que hace escarnio público de los obispos, de las Sagradas Escrituras, de la liturgia y la parodia a todos. Leemos los textos en manuscrito­s que ofrecen una imagen ordenada del mundo y no comprendem­os cómo pudieron aceptar que los márgenes se decoraran con imágenes que mostraban el mundo de cabeza y monos vestidos como obispos.

Se sabía perfectame­nte bien qué era el bien y se exhortaba a perseguirl­o, pero se aceptaba que la vida fuera diversa y se confiaba en la indulgenci­a divina. En el fondo, la Edad Media daba un vuelco al aforismo de Marcial: “Lasciva est nobis pagina, vita proba” (“Nuestros escritos son lascivos, pero nuestra vida es casta”). Fue una cultura en la que se daba público espectácul­o de ferocidad, lujuria e impiedad y se vivía, al mismo tiempo, según un ritual de piedad, creyendo firmemente en Dios, en sus premios y castigos, y persiguien­do ideales morales que podían transgredi­rse con todo candor.

La Edad Media se declaraba, en el plano teórico, contra el dualismo maniqueo y rechazaba, teóricamen­te, la existencia de todo mal en el plan divino de la creación, pero puesto que, a su vez, llegaba a practicar ese mal y de hecho, lo experiment­aba cada día, tenía que hacer pactos con su presencia “accidental”. Así pues, también los monstruos y las bromas de la naturaleza podían ser definidos como bellos puesto que formaban parte de la sinfonía de la creación, del mismo modo que las pausas y los silencios, exaltando la belleza de los sonidos, revelaban, por contraste, los aspectos positivos. Así pues, no el individuo aislado sino la época en conjunto daba la impresión de estar en paz consigo misma. n

Fragmento de “Introducci­ón a la Edad Media”

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