El sida como dimensión
El enigma Filippi sobrevuela los aires de la música desde hace mucho tiempo: ¿quiénes son? ¿de dónde salieron? ¿por qué eligieron el camino que eligieron? El mayor acierto del libro pareciera estar, no tanto en la trama como en este caleidoscopio y en la
En la Argentina existió (y existe) la canción de protesta que le esquiva a la clásica postal de los trovadores. Es una música corrosiva, muchas veces repleta de humor, que por lo general, como se suele decir, te canta las cuarenta sin medias tintas ni palabras pomposas. Las Manos de Filippi, se podría decir que es la pata inaugural de esta descripción.
Nacidos al calor de una década que aniquiló el bolsillo de los trabajadores (menemismo al mando), terminó por convertirse en la banda de sonido del 19 y 20 de diciembre de 2001 y de toda protesta de tinte proletaria. El grupo liderado por Hernán “Cabra” De Vega fue el que disparó la famosa Sr. Cobranza, canción que puso patas para arriba a todo un arco político que se dedicó a regalar el país y a empobrecerlo aún más. “Voy a la cocina, luego al comedor./ Miro las revistas y el televisor./ Me muevo para aquí, me muevo para allá./ Norma Plá a Cavallo lo tiene que matar./ Que me vienen con chorizo pero ya va a llegar./ Que cocinen a la madre de Cavallo y al papá...”, dice la recordada letra que después terminó de popularizar Bersuit Vergarabat.
Pero más allá de este clásico, el enigma Filippi sobrevuela los aires de la música desde hace mucho tiempo: ¿quiénes son? ¿de dónde salieron? ¿por qué eligieron el camino que eligieron? Esos son algunos de los interrogantes que se desprenden de esta banda que ya lleva casi treinta años en el ruedo y más de una docena de discos de estudio.
En la búsqueda por responder algunas de estas cuestiones y ahondar con mayor profundidad la historia de los creadores del himno piquetero por excelencia (los mejores, los únicos, los métodos piqueteros), una buena opción es el reciente trabajo de Diego Skliar: Tienen el poder y lo van a perder. La historia de Las Manos de Filippi.
En este libro hay un recorrido cronológico que logra congeniar el dato y la prosa y se cocina un relato repleto de aventuras: que va desde Londres a Laferrere, pasa por el trío Amenabar (proyecto musical que iban a integrar Pecho Anzoategui, Cabra y Marcelo Ramal, pero quedó trunco), recorre la relación con Calle 13 y con Zack de la Rocha, cantante de Rage Against the Machine, a quien llevaron al encuentro “intenacionalizar el control obrero” que se hizo en el Hotel Bauen y lo dejó fascinado con la experiencia de los obreros de Zanón: “quiero pasar un tiempo en la fábrica para poder expresar su lucha en mis canciones”, fue lo que les dijo De La Rocha.
Si hubiera que resumir a Las Manos de Filippi son muchos los adjetivos que podrían usarse, pero ninguno quizás le haría verdadera justicia a la poética de esta banda que supo enumerar cada una de las injusticias y los chachullos burocráticos de la política. Como dice Ramal (ex legislador porteño por el Frente de Izquierda) en uno de los pasaje del libro. “Así como hay que poner Discepolo para narrar la década infame, quien cuente la Argentina de los 90, la rebelión de 2001, las asambleas piqueteras, tendrá que musicalizar con Las Manos de Filippi”.
Adiós a la calle
Claudio Zeiger novela
Nombre de guerra; Tres deseos; Redacciones perdidas; El paraíso argentino; Verano Interminable; Los inmortales
Astier Libros, $ 950
El sida ha sido un tema tan ampliamente transitado que uno creería que ya no queda mucho más por decir al respecto. Sin embargo, en literatura lo que en algún momento se agota no son los temas, como se suele decir, sino las perspectivas, los puntos de vista –o las conciencias a través de las cuales se vislumbran los hechos, como diría Jerome Bruner–, y en eso reside uno de los aportes de esta novela del escritor y periodista Claudio Zeiger. Publicada por primera vez en 2006 y reeditada recientemente por Astier Libros a modo de “rescate”, como la presentaron, su trama transcurre durante la década del ochenta y se articula alrededor de varios personajes homosexuales que empiezan a sentirse acechados por una “peste rosa” de la que no hay mucha información, pero cuyos efectos ya se dejan ver en personas cercanas. El protagonista, Horacio, es un hombre de rasgos conservadores que se aleja del estereotipo de gay “fiestero” y “promiscuo” que comenzó a sedimentar el imaginario social de la época y que se advierte en una parte considerable de las novelas que han tematizado esta enfermedad; aunque es cierto que hay otros personajes que sí se acercan a eso y Adiós a la calle, en este sentido, se va constituyendo en un dispositivo polifónico de seres por medio de los que van surgiendo distintos sentidos sobre, entre otras cosas, el sida.
Desde esta perspectiva, el mayor acierto del libro pareciera estar, no tanto en la trama –los conflictos son más bien internos– como en este caleidoscopio y en la precisión con que están compuestos cada uno de los personajes, entre los cuales el más destacable es sin dudas el de Ana Cabrera, una docente que se hastía de su profesión y termina cumpliendo una de esas fantasías arltianas que acosan a buena parte de los maestros en la actualidad: patear el tablero e intentar forzar un golpe de suerte con otra cosa, que en su caso es el teatro. Una noche, uno de esos directores que solían habitar el under local de los años ochenta le propone convertirla en su actriz “fetiche”. Ana acepta y a partir de entonces empiezan a borrarse los límites entre el arte y la vida, o entre la vida y la ficción, y en estas tensiones el personaje adquiere una carnadura que no es demasiado frecuente en la literatura argentina. El chico con el que sale –un ex alumno suyo– le dice que tiene sida y al poco tiempo los análisis de ella dan también positivos.
Sin embargo, y causalidad frenética mediante, decide no sólo continuar con el espectáculo teatral que está haciendo –una suerte de performance donde recita algunos poemas–, sino incorporar a él su enfermedad. De este modo el sida adquiere una dimensión ‘espectacular’ y se va volviendo una experiencia estética perturbadora, pero también reveladora, en el sentido de que permite construir sentidos a los que sólo se puede acceder a través del arte, que se vuelve así lo que en esencia suele ser siempre, aunque no siempre esté tan a la vista: un espacio de refugio y, al mismo tiempo, de liberación.