Perfil (Domingo)

Teatro sin teatro

- POR QUINTíN

Hace unos días descubrí en la web la nueva colección Tintas Frescas de Libros del Zorzal. Tanto los nombres de los autores (a los que desconocía) como las tapas blancas sin ilustracio­nes y con una tipografía discreta me hicieron pensar en las ediciones francesas, que conservan esa sobria y caracterís­tica elegancia. Le pedí a Astrid Riehn, la encargada de prensa de la editorial, que me mandara un par de volúmenes y lo hizo con su habitual amabilidad y eficiencia. Cuando llegaron, descubrí que no había reparado en un detalle: se trata de una colección de teatro. Horror. El teatro ha pasado por mi vida dejando una (pequeña) serie de momentos desagradab­les. De chico, llevado por padres que intentaban cultivarme, descubrí el miedo que me daba la voz de Alfredo Alcón en Las brujas de Salem, de Arthur Miller, y la claustrofo­bia que me producía estar encerrado en una sala chica con

El preceptor, de Brecht, en el escenario. Desde entonces, busco mantenerme lejos del teatro, aunque he incurrido en algunos deslices a lo largo de los años. Recuerdo, por ejemplo, una cosa horrenda llamada

Posdata: tu gato ha muerto, que vi hace casi cincuenta años. Fue mi última aparición en una sala argentina. Pero años más tarde me tocó padecer dos musicales americanos: en Los Angeles vi a Glenn Close berreando en Sunset Boulevard y en Nueva York sufrí en una butaca incomodísi­ma durante la interminab­le adaptación de Los miserables. Fue suficiente. Desde entonces me abstuve del teatro como un vegano ante un bife. De todos modos, descubrí con el tiempo que Shakespear­e no me molestaba ni por escrito ni en el cine. Incluso, hace poco leí El rinoceront­e, de Ionesco, y fue toda una revelación. Por eso concluí que mi problema no era con el teatro sino, paradójica­mente, con su representa­ción. Y empecé a pensar en él como una forma de la literatura cuya dignidad se dilapida en la escena.

Así que finalmente me acerqué, no sin cierta prudencia, como quien toca un animal peligroso, a una de las Tintas Frescas, que vienen con dos obras del mismo autor por cada volumen. En este caso, B. Traven y George Kaplan, de Frédéric Sonntag. Sonntag (Nancy, 1978) tiene un notable ingenio, una fresca imaginació­n y una gran capacidad para combinar ideas de diversa índole. El título de la primera obra, basado en el nombre de un activo escritor fantasma, es una especie de instalació­n que recorre las revolucion­es del siglo XX. La segunda se llama como un personaje igualmente fantasmal de Hitchcock y se transforma en una exploració­n combinator­ia de lo que se puede hacer con un tema. Incluso Sonntag le hace decir a un personaje (El Santo, famoso y fantasmal luchador mexicano) algo interesant­e sobre el teatro: “El público que va a ver lucha libre no sabe si lo que va a ver es verdadero o falso. Si supiera que es falso, no volvería nunca más. Pero si supiera que es verdadero, tampoco volvería nunca más. Algo parecido pasa con el teatro”.

Estimulado por mi aventura, decidí saldar una cuenta pendiente y me puse a leer Esperando a Godot, de Beckett. Además de que ganó el Premio Nobel, toda persona culta sabe que Beckett es una de las cumbres de las letras modernas. Pero no resultó. Me asusté, me deprimí, me aburrí, me disgustó enormement­e. Decidí entonces que mi próximo paso va a ser tramitar el carnet de bruto.

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EUGèNE IONESCO

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