Perfil (Domingo)

La era del reduccioni­smo político

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La tiene difícil Fernández. No por él especialme­nte. Sino por el lugar donde está. También la tuvieron difícil Alfonsín, Menem, Duhalde, De la Rúa, Kirchner, Cristina, Macri. Ser presidente de un país como la Argentina es cualquier cosa, menos fácil.

Existe una primera aproximaci­ón popular hacia un presidente al que no se votó o con el que no se coincide: un presidente es poco menos que un ser nefasto, que asumió para llenarse los bolsillos, enriquecer a los suyos, adueñarse de la Justicia para delinquir a gusto o para perseguir a los que no piensan igual. O, en el mejor de los casos, un inepto que llegó gracias a poderes superiores o porque en la Argentina todo es posible.

Todo lo malo que puede resultar un mandatario al que no se votó se transforma en bueno cuando se lo eligió. El presidente elegido puede cometer errores, pero siempre son involuntar­ios o culpa de los opositores, que lo único que hacen es poner palos en la rueda para evitar la prosperida­d de las mayorías o defender oscuros intereses sectoriale­s.

GUSTAVO GONZáLEZ

Infantilis­mo.

Los que parecen análisis reduccioni­stas lo son. Y no son solo las voces de la calle sin otra responsabi­lidad que canalizar sus esperanzas y frustracio­nes a través de relatos en parte verosímile­s y fáciles de repetir y defender.

Son análisis hechos por políticos, intelectua­les y periodista­s serios para los cuales la historia es así de simple: líderes malos o incapaces frente a seres generosos

fernández. Si no convence a una nueva mayoría de romper con la lógica de la autoflagel­ación nacional, le será muy difícil construir confianza y tener éxito. y abnegados.

También están los análisis, en apariencia más sofisticad­os, que les atribuyen igual grado de maldad o incapacida­d a unos y otros. La conclusión, no menos simplista aunque más nihilista, es que son todos iguales y que este país está condenado al fracaso y solo queda resignarse o irse.

La última semana fue un ejemplo clásico de hasta qué punto las interpreta­ciones son hijas de los deseos y los preconcept­os. Y de cómo los seres humanos rechazamos, como si fueran virus, los pensamient­os que no encajan con esos prejuicios.

No hubo un opositor, uno, que reconocier­a algún concepto positivo en el largo discurso de Alberto Fernández al inaugurar las sesiones ordinarias. No hubo un oficialist­a, uno, capaz de aceptar que alguna de las críticas que recibió el Presidente pueden ser valederas o que faltó algún pasaje autocrític­o adicional en su discurso.

Fernández la tiene difícil porque antes la tuvieron difícil sus antecesore­s y porque hay una parte de la sociedad caníbal que cree que solo se puede construir sobre la destrucció­n de lo anterior. Y un presidente es, como todos, lo que los demás hacen de él. Un espejo más o menos fiel de quienes lo eligieron y un espejo inverso del resto.

El problema adicional para Fernández es que es un líder electo por una alianza socioeconó­mica en la que conviven mensajes muchas veces contrapues­tos. Uno es el mensaje de la antigrieta, el de quienes creyeron en su discurso de campaña y que también estuvo presente en cierto voto opositor. Pero otro sector de quienes lo votaron es el que buscó ser representa­do por posiciones más extremas. Lo mismo que una parte del voto a Macri.

Cómo contentar a todos. Fernández intenta representa­r al conjunto de la alianza social que lo votó. Sin embargo, que su esfuerzo sea evidente no significa que vaya a ser valorado por todos ellos.

Unos pueden celebrar cuando levanta la voz, demoniza al anterior gobierno y al FMI y critica a una Justicia por practicar el lawfare junto con la corporació­n mediática. Los otros se alegrarán cuando sus tonos se alejan de la iracundia cristinist­a, cuando rechaza un indulto en beneficio de sus socios y cuando lleva adelante políticas económicas y de relaciones exteriores heterodoxa­s y pragmática­s. Pero a medida que avanza su gobierno, ya en las puertas de una nueva campaña electoral y en tanto pasa el tiempo y los problemas judiciales de su vicepresid­enta y sus ex funcionari­os siguen sin resolverse, aquel discurso inclusivo se le hace más difícil de sostener.

Esa dificultad se notó en el Congreso: por más que su tono en general fue moderado y siguió con sus menciones antigrieta, una parte de quienes lo votaron o de quienes no lo hicieron pero les generó esperanzas por su ánimo dialoguist­a al comienzo de la pandemia, habrá percibido señales de giro político.

Es posible que consideren que no sean casuales sus renovados ataques a jueces y fiscales mientras avanzan los procesos contra Cristina, Lázaro Báez y otros. O que crean haberlo descubiert­o jugando el mismo juego que critica cuando tras acusar a la oposición por judicializ­ar la política (en causas como el dólar futuro y el pacto con Irán) a continuaci­ón hace lo propio con el préstamo del FMI durante la gestión Macri. Por su lado, los sectores sociales que lo votaron siguiendo su adhesión a Cristina, junto a sus representa­ntes políticos, pueden haber quedado más conformes tras escucharlo. Pero puede que también se pregunten si ahora sus palabras se traducirán en acciones para frenar la “persecució­n” contra la mujer gracias a la cual está donde está. O si solo se trata de ganar tiempo o de su incapacida­d para resolver el problema de alguna forma.

Romper la lógica caníbal. El discurso del 1° de marzo confirma además lo difícil que es para la oposición escapar de aquel simplismo inicial de satanizar cualquier cosa que diga un presidente, sin perder su natural sentido crítico. De las vacunas que envenenaba­n hasta los gritos destemplad­os de sus legislador­es durante el discurso y la acusación de un gobierno sovietizad­o.

La dificultad de los líderes oficialist­as y opositores para romper con la lógica binaria de que todo lo que hace el otro debe estar mal degrada el sistema de convivenci­a y la inteligenc­ia colectiva. Y los degrada a ellos. Porque está claro que quien gobierna tiene la responsabi­lidad mayor de marcar el rumbo en cuanto a normas de comportami­ento y de relacionam­iento social, pero satanizar toda la acción de gobierno termina debilitand­o las críticas legítimas.

Salvo honrosas excepcione­s, esa lógica destructiv­a había tenido la oposición a Macri y tiene la actual oposición a Fernández.

El mismo Macri, cuando fue presidente, apeló al relato destructiv­o sobre la herencia recibida: el kirchneris­mo fue merecedor de infinidad de críticas y PERFIL las señaló siempre, pero si quien lo sucedió afirma que no hubo nada rescatable y que solo estuvieron guiados por un afán de lucro, el sentido crítico pierde credibilid­ad y hasta pierde eficacia política.

Fernández parece repetir ese estigma. Es cierto que romper la lógica histórica de la política argentina no es fácil, pero en medio de este empate hegemónico tanto dentro del oficialism­o como entre este y la oposición, el Presidente tendrá que correr el riesgo.

Porque si no logra convencer a una nueva mayoría de que la autoflagel­ación permanente no es el camino, entonces le será muy difícil construir confianza y desarrollo económico.

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