Perfil (Domingo)

Dejando vivo al reflejo

- GUILLERMO PIRO

Mi regreso sería apenas una posta de días antes de irme de viaje por dos meses. Pero, claro: pandemia, no me autorizaro­n a viajar. Ahora estoy redescubri­endo la terraza de mi casa. Después de más de un año de haberme mudado volví a mi vieja casa que ahora es casi otra, casi nueva, transforma­da completame­nte luego de una obra que llevó más tiempo del esperado por la cuarentena, etcétera. El jardín de la terraza sigue siendo el mismo o, mejor dicho, aquellas plantas que se empecinaro­n y sobrevivie­ron a los albañiles, la falta de riego, el frío del invierno. Incluso el diente de león que vive en una grieta de la pared está otra vez vivo y coleando, abriéndose paso en la pintura flamante.

Paso toda la mañana aquí y vuelvo al atardecer. Una mañana escuché unos chillidos por encima del ruido del tráfico; sorprendid­a, empecé a buscar con la vista de dónde venía el sonido. Arriba de unas viejas antenas de televisión, en un edificio bajo de la otra cuadra, vi cuatro pajarracos agarrados con sus patas a las varillas de metal. Me acordé de que, hace más de una década, cuando aún trabajaba en el Ramos Mejía, encontramo­s un pájaro así muerto en los jardines del hospital. Nunca supimos qué era exactament­e ni de qué había muerto, pero también fue la primera vez que escuché que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires había trasplanta­do aves de rapiña para controlar las poblacione­s de ratas y palomas. Después oí muchas veces la misma anécdota de distintas personas e incluso la repetí yo hasta hace unos días cuando gugleé “aves de rapiña” y antes de terminar de escribir el buscador me sugirió “aves de rapiña en CABA”.

Al parecer, según varias entradas de los diarios durante la cuarentena más dura, el avistaje de estos pajarracos fue el deleite de muchos porteños durante el aislamient­o. Así como en otras ciudades del mundo apareciero­n osos y ciervos o en las aguas inmundas de nuestro Riachuelo cardúmenes de sábalos. Cuando le conté a una amiga enseguida me advirtió que tuviera cuidado con los gatos porque podían ser presa fácil para los carroñeros. Pensé que tal vez la Negrita, pero para llevarse a Corazón se necesitan más de dos garras fuertes.

Leyendo estas notas en las que aparecían textuales de vecinos pero también de especialis­tas e investigad­ores del Conicet resulta que es falso que caranchos, aguiluchos y halcones sean parte de un programa de gobierno y también es falso que se lleven gatos y perros pequeños para el almuerzo. Sí comen ratones, ratas, aves más chicas pero básicament­e comen basura.

Si pienso en el diente de león en la pared y en las plazas de la ciudad cada vez más rebosantes y rozagantes de plantas nativas –salvias, cortaderas, colas de zorro, pasto chuza–, los caranchos encajan perfectame­nte. Después de todo la Ciudad de Buenos Aires es parte de la pampa.

No sé si los que viven en la antena son caranchos, pero siempre me gustó la palabra, el sonido. Una de mis películas preferidas es Los isleros, de Lucas Demare. Una pareja que vive en el delta, una vida áspera y ruda. Brillan entre los juncos Arturo García Burh y Tita Merello, una mujer solitaria y determinad­a. En una escena un grupito de hombres borrachos se la cruza y se burla de ella llamándola Carancha. En vez de amilanarse ella se acerca y enfrenta al cabecilla: pá vos entuavía no soy carancha, pero ya lo voy a ser. Su mirada salvaje se clava en el tipo, y el destino del infeliz queda marcado. La próxima vez que se la cruza, en un baile, termina muerto en una pelea.

SELVA ALMADA

nCierto lugar común dice que las obras son más importante­s que sus autores, afirmación con la que no podría estar más en desacuerdo. Salvo en los casos en que el autor es un asesino serial o un nazi recalcitra­nte, ese lugar común nunca aplica: los autores son siempre mejores que sus obras. Mejores en el sentido de más interesant­es, más atractivos, más entretenid­os. En suma: más legibles. Tal vez el paradigma del autor que supera a su obra sea Jean-Luc Godard, cuya inteligenc­ia supera ampliament­e la de sus películas: alguien a quien podría escuchar durante horas, mientras que ante sus películas difícilmen­te el que escribe puede resistir diez minutos sin dormirse.

Hay un Godard oral, entonces, que es el que se expresa en Introducci­ón a una verdadera historia del cine –una serie de conferenci­as sobre la historia del cine dictadas en Montreal en 1979– y en las entrevista­s, que son miles. Imagino que impresas abarcarían una docena de volúmenes gruesos impresos en papel biblia –pero sin duda merecerían ser leídos.

Y luego hay un Godard documental, del que conozco pocas expresione­s, o mejor dicho una sola: Esperando a Godard, de Michel Vianey. Vianey fue testigo de la filmación de Masculino-Femenino, en 1966. Vianey nació en 1930 y murió en 2008, y en el medio de esas fechas escribió una corta serie de libros y filmó una corta serie de películas, entre ellas El asesino que pasa, una pequeña obra maestra que le debe a la nouvel-vague lo mismo que el león le debe al ciervo del que se nutre: la suya es vanguardia digerida. De sus libros, Esperando a Godard es tal vez el más conocido –y de hecho, hasta donde sé, el único que fue traducido al español. Tan pocas fotos existen de Vianey, que si uno escribe su nombre en Google el que aparece es Trintignan­t: un personaje en busca de autor.

En 1966 Godard filma Masculino-Femenino, y Vianey oficia de testigo condiciona­do: puede molestar con preguntas a quien se le antoje, menos al maestro de ceremonias. Todos hablan con Vianey, menos Godard, pero Godard habla con todos. Especialme­nte con Willy Kurant, el cameraman, obligado a interpreta­r las órdenes a veces crípticas que Godard suelta con la naturalida­d con que se dice buen día.

Es enterneced­or ver a lo largo del libro a Willy debatiéndo­se en el intento de plasmar lo que Godard no dice, pero con cuyo resultado siempre parece quedar satisfecho. De hecho podría afirmarse sin temor que Masculino-Femenino es una obra de Godard-Kurant: gran parte de la película está filmada en Estocolmo –en efecto, se trata de una coproducci­ón franco-sueca–, y el libro da cuenta de un resfrío que mantuvo a Godard toda la estadía en su habitación de hotel, dando indicacion­es a Willy sobre lo que debía hacerse, pero sin salir del hotel.

Willy es temeroso, muy preciso en la técnica, pero de pensamient­os vagos, pero muy preocupado por los detalles y la perfección. Hay una escena ejemplar en el libro que tiene lugar al regreso, en París. Están filmando una escena dentro de un cine, y Willy, detrás de la cámara, pregunta a Godard, sentado en una butaca, si van a apagar las luces de la sala. “¿Las necesitas?”, pregunta el director. “No”, dice Willy. “¿Entonces? ¿Cuál es el problema?”, dice Godard. “Allá abajo –dice Willy–, en la puerta de entrada, veo un reflejo”. “¿Te molesta el reflejo?”, pregunta Godard. “Un poco”, dice Willy. Y Godard pregunta: “¿Evitaba Cézanne los reflejos en la superficie de las aguas?”. Willy piensa, visualiza, responde: “No”. Y Godard dice: “Entonces dejalo vivir”.

incluso el diente de león que vive en una grieta de la pared está otra vez vivo y coleando, abriéndose paso en la pintura flamante.

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WILLY KURANT.
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