Perfil (Domingo)

Terrorismo de Estado en Colombia

- JERóNIMO RíOS* *Iinvestiga­dor postdoctor­al de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universida­d Complutens­e de Madrid . (www.latinoamer­ica21.com).

Si miramos a la izquierda, vemos a los insurgente­s. Si miramos a la derecha, vemos a los paramilita­res. Si levantamos la vista al cielo para rogar a Dios, vemos los helicópter­os del Gobierno”. Esta frase se recoge en uno de los informes del Secretario General de Naciones Unidas, publicado hace catorce años, sobre los derechos humanos de los desplazado­s internos en Colombia. Era en pleno auge de la popularida­d de Álvaro Uribe Vélez, en 2006, recién reelegido presidente con una mayoría abrumadora y gracias a su proximidad con estadounid­ense redefinía un Plan Colombia que, con más de 10.000 millones de dólares transforma­ría las capacidade­s de la fuerza pública. Durante ese período, fueron asesinados a mano de agentes del Estado 6.402 civiles inocentes que fueron presentado­s ante la opinión pública como falsos exguerrill­eros.

Por aquellos años, existía un profundo rechazo hacia las guerrillas, especialme­nte a las FARC-EP, tras el fracaso del diálogo del Caguán, bajo la presidenci­a de Andrés Pastrana, entre 1999 y 2002. Uribe, conocedor del contexto que heredaba lo tuvo claro desde el principio. Como me comentó una vez en una entrevista en 2015, el problema no era el conflicto armado, pues éstas solo surgen en contextos de dictaduras. Colombia era una democracia formal y, por ende, su problema era el narcoterro­rismo.

Esta transforma­ción discursiva era mucho más que un artificio semántico. Era negar la dimensión estructura­l de la violencia y la correspons­abilidad del Estado, así como desconocer el conflicto armado y, por tanto, negar su significad­o político. Ante esta tesitura, no sólo se obviaba cualquier posibilida­d de negociació­n, sino que la aspiración máxima del Estado era la derrota de las guerrillas.

A tal efecto, el fin justificab­a los medios. Había que evitar cualquier atisbo crítico, y todo cuestionam­iento a la política de seguridad era susceptibl­e de ser considerad­a como colaboraci­onismo en favor de la guerrilla. Este fervor patrio se logró instaurar en gran parte de la sociedad con la colaboraci­ón de los medios de comunicaci­ón afines al uribismo que constantem­ente informaban de nuevos golpes a las guerrillas y evocaban una imagen casi mesiánica de Uribe.

Al interior de las Fuerzas Militares hubo batallones que no dudaron en asociarse contra el paramilita­rismo, en tanto que compartían al enemigo común: las guerrillas de las FARC-EP y el ELN. Incluso, a partir de la directiva 029 de 2005 promulgada por el entonces ministro de Defensa, Camilo Ospina, se llegaron a reconocer remuneraci­ones por las bajas de miembros de los grupos armados.

Así se fue consolidan­do un contexto óptimo para materializ­ar una política de seguridad que, lejos de ser democrátic­a, se sirvió del terror, patrimonia­lizó sus institucio­nes, y operó bajo una peligrosa máxima simplista: primero la seguridad, después, llegado el caso, el resto de derechos. De esta manera quedaba justificad­a la alianza con grupos paramilita­res u hacer uso de un aparato de inteligenc­ia para realizar escuchas ilegales y obtener pruebas para presionar las voces críticas de periodista­s o magistrado­s.

Mientras, se cometían, al menos 6.402 asesinatos de civiles inocentes que, gracias a la labor de la Jurisdicci­ón Especial para la Paz (JEP), hemos sabido que fueron perpetrado­s por agentes del Estado y presentado­s como falsos exguerrill­eros. Este actuar violento, impune y deliberado, en nombre de la institucio­nalidad bajo la presidenci­a de Álvaro Uribe, debe ser definido como terrorismo de estado.

Tal vez, por ello es que Álvaro Uribe –una suerte de Fujimori colombiano- y el actual presidente, Iván Duque, como buenos saboteador­es del Acuerdo de Paz, siempre se han mostrado contrarios a respaldar cualquier institució­n que tenga como cometido saber qué sucedió durante los años más duros del conflicto armado en Colombia.

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