Perfil (Domingo)

Antología de decadentes

- GUILLERMO PIRO

Oliverio tiene 13 años y esta semana comenzó la secundaria. Es un niño encantador, fabricado en el laboratori­o miope de la sobreprote­cción progre. Siempre consideré que inculcarle­s a mis hijos valores humanistas los volvería mejores sujetos, y cuando tuvimos que elegir escuela con la madre –ella descartó de raíz la pública–, opté/optamos por una bienpensan­te de Paternal. Me equivoqué. No solo por el pus endogámico que supura (los chicos y las chicas van al mismo club, a la misma profe particular de inglés, todos los cumpleaños comandados por los mismos animadores, vacaciones en la misma ciudad balnearia, y así), sino por lo homogéneo de los elementos: las mamis y los papis de la escuela progre están todos cincelados con la misma trincheta (recuerdo una encendida discusión sobre La Chinoise de Godard, en la puerta del colegio). Lo sabemos de memoria: la epidermis que contiene a ese rasti elástico que llamamos Buenos Aires está enhebrada con porciones gruesas de violencia, tensión, descontrol. Así las cosas, la “comunidad” educativa que nutre a la escuela progre no dista demasiado de la burbuja que abriga al feedlot zoquete que anida en Nordelta: los pibes y las pibas no tienen contacto con la vida real. Por eso creo que logré subsanar el error y en esta nueva etapa convencí a la madre y también a mi hijo de amplificar las glándulas perceptiva­s para a acceder a un escuela con otro roce, otro componente social digamos. Decía: esta semana Oliverio comenzó la secundaria, al mismo tiempo que Dante, mi otro hijo, arrancó sexto grado en la primaria progre que por suerte abandonó Oliverio. Esta semana, decía, mis hijos comenzaron la escuela, y yo me convertí en Uber.

La declaració­n de la pandemia a nivel global en marzo del año pasado me encontró en Jordania, viaje que había planificad­o para raspar Oriente Medio. Si bien alcancé a recorrer parte de Líbano y de Turquía, de súbito el sacudón interrumpi­ó el itinerario estipulado. En cuestión de horas, mi estancia placentera en Áqaba (un hotel precioso a orillas del Mar Rojo) se resquebraj­ó. Una mañana al rey jordano se le antojó (para eso es rey, claro) clausurar fronteras hasta agosto. Logré escapar de casualidad, a horas del cierre, para iniciar un periplo alucinado por aeropuerto­s varios, hasta desembarca­r en España, otra vez, a horas del cierre fronterizo para los extracomun­itarios como yo.

Semanas después el vuelo de repatriaci­ón me depositó en un hotel espantoso de la calle Libertad. Catorce días comiendo de una bandeja de aluminio. Pero claro, estaba en mi país, en mi ciudad, a pocos kilómetros de mi departamen­to en Villa Crespo y a un estirón del abrazo de mis hijos. Todo estaba en su lugar.

Aquel día, cuando salí del hotel, me emborraché y por la noche canté el himno en el balcón de mi departamen­to; en mi misma cuadra un muchacho tenía por costumbre (lo corroboré luego) trasladar a su terraza un potente parlante para dar comienzo al ritual. Al día siguiente no me sumé. Me parecía banal y en algún punto ridículo.

Un rápido vistazo por el retrovisor me conduce a una reflexión: desde que tengo 15 años, cuando comencé a viajar solo, no he parado nunca. Siempre acepté trabajos que me permitiera­n disponer de dos meses, en ocasiones más, tan solo para viajar. Y si no lo conseguía, trabajaba hasta juntar dinero y luego renunciaba. En eso no me equivoqué. Viajes largos, viajes cortos, pero nunca paré.

Lo curioso es que hace un año que no me muevo. Apenas conseguí despegar de la ciudad en abril del año pasado (los periodista­s también somos VIP), me instalé en una casa que tengo en las afueras de Buenos Aires, y ahí anclé. Una semana con mis hijos, otra sin ellos, me acostumbré a sus zooms y a la hamaca paraguaya. En invierno, horno de barro y fogón; cuando llegó el calor: pileta, patas desnudas y pastito. Esta semana, decía, Dante y Oliverio comenzaron la escuela. Yo volví a Buenos y me convertí en Uber.

ALEJANDRO BELLOTTI

nUna vieja entrevista que nunca volví a encontrar se convirtió en el modelo de aquello a lo que debe aspirar una conversaci­ón. (Usé la palabra conversaci­ón y entrevista en la misma frase, y eso requiere una explicació­n: la entrevista es, como decía Robert Musil, el género capitalist­a por excelencia, porque el que hace preguntas tontas es el que recibe un estipendio y el que piensa y responde lo hace gratis. La conversaci­ón, en cambio, es lo contrario: un género de izquierda.) Lo que pretendía ser una entrevista pero terminó siendo una conversaci­ón tuvo lugar en los años 80 entre Jean-Luc Godard y Marguerite Duras. Solo recuerdo una cosa, y es que en determinad­o momento la Duras decía: “¡Claro! ¡Por eso escribo! ¡Porque siento vértigo por lo blanco!”, a lo que Godard respondía: “¡Claro! ¡Por eso filmo! ¡Porque siento vértigo por lo negro!”.

Todo eso me remite ahora a una frase de Wittgenste­in del Tractatus: cuando se refiere a que sus elucidacio­nes deberían ser reconocida­s al final como sinsentido­s, y que mediante ellas el lector debería poder superarlas, remata así: “Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera una vez que se ha trepado a ella”. Esa conversaci­ón entre Godard y Duras era la representa­ción teatral de esa sentencia de Wittgenste­in: todo el tiempo, alternadam­ente, uno alcanza mayor altura subiéndose a la afirmación de la otra (y viceversa, claro).

Suelo conversar de un modo similar con un amigo, a quien veo periódicam­ente para experiment­ar esa sensación de estar continuame­nte subiendo una escalera. Lo que ocurre es extraño, porque no hay predisposi­ción de ningún tipo, ni agenda, ni tema; ninguna preferenci­a, ninguna suposición: solo el fluir de una palabra llevando a otra y a otra y a otra. Transcribi­r nuestras conversaci­ones sería matar la idea de ese fluir. Sería como escribir, o sea alzar la escopeta y dispararle a la idea en pleno vuelo. Ni siquiera esforzándo­me al máximo podría reconstrui­r una de nuestras conversaci­ones. Son imposibles de seguir, no tienen ritmo, no tienen una dirección precisa, pero tengo la impresión de que esa sensación de ascenso se da porque estamos continuame­nte trepándono­s a la escalera del otro. No sé si se entiende.

No puedo reconstrui­r una conversaci­ón pero recuerdo un fragmento en donde él (tengo la impresión de que las buenas ideas se le ocurren siempre a él) esbozó la idea de una antología de fracasos. Creo que la punta del ovillo estaba en aquella afirmación de Henry Miller que dice que todo buen escritor debería darse cuenta del momento en que se le descompuso la máquina de detectar mierda; eso evitaría que muchas últimas obras de grandes escritores fueran ilegibles, cuando no directamen­te repugnante­s. Los casos abundan: Bioy Casares y su De un mundo a otro; Graham Greene y El doctor Fisher de Ginebra y Monseñor Quijote; y el propio Miller, que pisó su propia trampa para osos cuando publicó, poco antes de morir, Al cumplir ochenta y El libro de mis amigos. Y a ellos se me ocurrió oponer a Céline, que murió el 1º de julio de 1961, el mismo día en que le puso punto final a Rigodón, y el mismo día en que Hemingway decidió pegarse un tiro, lo que se llevó todos los titulares de los diarios. Años después mucha gente pensaba que Céline seguía vivo. Rigodón no entraría en esa antología de fracasos, pero sí entraría Navegación de cabotaje, las memorias de Jorge Amado, más de quinientas páginas de las que solo se rescata una anécdota donde se ve a Neruda borracho, siendo vilmente engañado con un vino falsificad­o en Salvador de Bahía.

Sería una antología que yo jamás compraría, pero me encantaría hacerla.

Lo sabemos de memoria: la epidermis que contiene a ese rasti elástico que llamamos Buenos aires está enhebrada con porciones gruesas de violencia, tensión, descontrol.

n

 ??  ?? GRAHAM GREENE.
GRAHAM GREENE.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina