“ella es marciana”
En los cafés de la facultad descubrí la clave de todo lo que había sufrido antes: era que mis padres no me comprendían. Yo tenía dos o tres amigos con los que hablábamos de libros, de la vida y de cómo nuestros padres no nos comprendían. Ya sabía en qué consistía la vida: era una eterna conversación, pero no con cualquiera; solo con alguien que hubiera hecho por lo menos primer año de Filosofía o de Letras. La gente de Medicina o de Derecho nos parecía tan ignorante como el plomero Pachín de mi pueblo. Yo siempre había creído que Pachín era pobre, pero en mi casa comentaban: “Ha hecho buen dinero”. Y a mí ya no me importaba absolutamente nada ni del viejo Pachín ni de los pobres medianos o ricos del pueblo, eran todos ignorantes. Casi todos habían progresado, pero era gente que no leía. Pobres genuinos eran los de Dostoievski, fieles a su esencia y al drama de su vida. Además de esos criterios chatos, si ganó buen dinero, ¿a quién le importa? ¿Para qué le servía el dinero a esa gente, si hacía siempre la misma vida de desayuno, almuerzo y cena? Yo había visto en la facultad a muchachos pobres que se vestían de ricos y viceversa, y muchas veces ni se sabía si alguien era pobre o rico. ¡Cuánta apertura en la ciudad!
Ahí debía vivir yo, debía tener un departamento en la ciudad, yo me lo merecía.
Ya el año anterior, fuera porque nos viéramos siempre o porque yo lo quisiera, había empezado a cruzar unas pocas palabras con mis compañeros de clase. En las clases yo siempre estaba leyendo algo que no tenía nada que ver con lo que decía el profesor. Y también cambiaba unos saludos con los del centro de estudiantes. Una vez escuché que uno de los muchachos del centro decía de mí: “Ella, ¿qué es?”. Y otro dijo: “Ella es marciana”. Yo no acusé recibo en el momento ni me ofendí: pero cuando me los tropezaba sentía una cierta incomodidad y apuraba el paso; no quería que supieran que yo había oído eso. Después un compañero de curso me invitó a repasar las categorías kantianas para un examen; no sé por qué las repasamos sentados en un banco de la plaza. Él era muy amigo de los del centro de estudiantes, y mientras él tomaba la tabla de categorías, yo pensaba que me estaba examinando para ver si era marciana. Parecía sorprendido al ver que yo respondía bien y yo, contenta por un lado al haber vencido esa fama y, por otra parte, mortificada por esa desdicha de la condición humana: siempre sujeta a examen. n nes que la rodean parece precisamente la que se interroga más a conciencia al respecto. En el tren que la lleva al pueblo donde da clases, la narradora de Uhart encuentra la cifra de un sinsentido generalizado, el de una rutina que solo parece normal porque nadie la pone en cuestión. Lo que se da por sentado no es más que una fórmula vacía, una frase absurda a partir del momento en que el relato rompe el estereotipo.
En la escuela del Conurbano, ante unos chicos que pretenden