Perfil (Domingo)

Una cuestión de identidad

- POR QUINTíN

Entre todos los inconvenie­ntes que tienen las series, el mayor es que suelen ser muy malas y le sigue el de que son muy largas. En otra época alguien podía decir que vio una película adaptada porque le llevó menos tiempo que el libro. Ahora, una temporada de una serie insume más horas que un libro promedio. Es que las series se consumen precisamen­te porque son el gran instrument­o para matar el tiempo. Nunca le reprocharí­a a nadie que dedique sus horas libres a contar vagones de tren, pero una afición como esa no nace de los trenes, que no se inventaron para ser mirados, sino de sus espectador­es. Las series, en cambio, tienen detrás un arsenal de recetas infalibles para provocar en sus consumidor­es la imposibili­dad de terminar un capítulo sin pasar al siguiente. Es cierto que buena parte de estas técnicas se conocen desde hace más un siglo: ya los seriales originario­s como Fantômas de Feuillade las usaban. Y también es cierto que toda la narrativa de ficción apela desde tiempos remotos a alguna técnica para que el lector siga leyendo. Pero las series actuales llevaron la dependenci­a al extremo, la convirtier­on en un acto estadístic­amente demoledor. No son diferentes de las drogas, aunque tal vez sean más nocivas en cuanto a su poder para enganchar a los adictos.

El párrafo anterior no dice nada nuevo, además de que puede sonar un poco moralista, y tal vez lo sea. Pero es fruto de que volví a sentir la indignació­n que me provoca el género a raíz de una producción francesa llamada Lupin, cuya primera temporada acaba de estrenarse (la segunda es inminente), al parecer con éxito en el público y aprobación de la crítica. El origen de Lupin son los folletines y los libros que Maurice Leblanc escribió entre 1907 y 1941. En total son 17 novelas, 39 relatos más cortos y 5 obras de teatro cuyo héroe es Arsène Lupin, gentleman-cambrioleu­r o “El caballero ladrón”. Así se llama el primer volumen, que acaba de reeditarse en castellano, probableme­nte para acompañar el suceso de la serie y que consta de nueve historias. Volví a leer las primeras nouvelles de Lupin y tienen un encanto enorme. El personaje basado en Alexandre Jacob, un ladrón anarquista que tuvo una vida real, es deliciosam­ente irreal: no solo es un delincuent­e lleno de recursos sino un tipo simpático, al que le gusta burlarse amistosame­nte de sus dignos adversario­s y de la ley en general sin dejar de sufrir por amor. Ya de entrada, Lupin tiene un enfrentami­ento en el reino de la ficción con el famoso detective Herlock Sholmes, nombre apenas deformado de la criatura de Conan Doyle. Entre esos primeros relatos hay varias obras maestras de ingenio y sutileza. Todo lo contrario de los dos sórdidos capítulos que logré soportar de la serie, caracteriz­ados por el trazo grueso y la ramplonerí­a. El actor principal, Omar Sy, es simpático, pero el resto de los personajes son imposibles de representa­r. El personaje de Leblanc se caracteriz­a porque no tiene una identidad fija, porque más que un maestro del disfraz es una entelequia, una pura construcci­ón literaria. El de la serie, por el contrario, deudor de la época y de sus políticas identitari­as, hace del personaje un niño negro digno de lástima, una causa a reivindica­r. Una vez más la corrección política resulta el último recurso del incompeten­te.

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