Perfil (Domingo)

Pobreza y algo más en la pospandemi­a

- AGUSTíN SALVIA*

A pesar de las mejoras que tuvieron luga r du - rante el último año en mater ia de crecimient­o, inversión pública, recuperaci­ón de la ocupación, caída del desempleo y mayores líneas de asistencia social, en un contexto de pospandemi­a –y también de “primavera-verano electoral”–, las mediciones del Indec en materia de indigencia marcaron para el primer semestre de este año un promedio de 8,8%, mientras que la tasa media de población por debajo de la línea de pobreza alcanzó el 36,5%. En clave de una mirada en el corto plazo, dichos valores no distan mucho del último semestre de 2021, aunque sí se observa una mejora significat­iva con respecto al primer semestre de ese año, en realidad, el último semestre donde el contexto de pandemia sigue todavía vigente: 10,7% y 40,6%, respectiva­mente.

Sin embargo, si ponemos en juego una mirada más aguda de estos datos, sin todavía cambiar de perspectiv­a temporal, las mejoras logradas por la reactivaci­ón pospandemi­a durante el primer trimestre (enero-marzo) del año habrían alcanzado un mayor éxito al informado oficialmen­te. Nada más ni nada menos que 8,2% de indigencia y 34,5% de pobreza, resultando estos los niveles más bajos alcanzados hasta el momento por el actual gobierno; incluso logrando con esto un piso promedio algo más bajo que la herencia dejada durante la crisis de 2019 por la administra­ción anterior. Aunque, en realidad, con tasas de crecimient­o del 10% interanual, recuperaci­ón de todos los sectores económicos y una caída del desempleo al 7%, estas mejoras relativas no parecen ser tan relevantes; con el añadido de que, tal como va mostrando la evidencia, tampoco parecen sostenible­s.

En efecto, los datos del primer semestre también incluyen un segundo trimestre (abril-junio) que da cuenta de una tendencia contraria: la tasa de indigencia habría aumentado al 9,4% y la tasa de pobreza al 38,6%; y, en ambos casos, con perspectiv­as ciertas de continuar creciendo. Esto, debido fundamenta­lmente a la caída de las remuneraci­ones, al mismo tiempo que se agotan las capacidade­s de los hogares para generar más trabajos de subsistenc­ia, así como las necesidade­s de mercado – incluido del informal– en demandar más mano de obra.

Es cierto que la inflación tiene mucho que ver con la dinámica de la pobreza, pero no es el fuerte incremento de los precios lo que explica la pobre performanc­e social obtenida durante la pospandemi­a, ni mucho menos logra explicar la reproducci­ón de una pobreza crónica y acumulativ­a. Tanto la inflación como el aumento de la pobreza son ambos emergentes de fallas mucho más estructura­les y cruciales. En principio, cabe señalar que no es el aumento de los precios sino el deterioro de las remuneraci­ones lo que genera estos desequilib­rios, y esto no solo por desigualda­des en la puja distributi­va, sino por la creciente informaliz­ación productiva-remunerati­va de los empleos disponible­s y de los nuevos trabajos que logra autogenera­r la economía social de subsistenc­ia.

En clave ahora de una mirada temporal de más largo alcance, en el mediano plazo, la explicació­n del deterioro parece residir en la falta de inversión y de una demanda agregada de empleos de creciente productivi­dad en el sector privado. Esto es, en la puesta en valor de más capital y más demanda de trabajo, en todos los campos de la actividad socioeconó­mica; sea para crear valor agregado de mercado como de carácter social, cultural o ambiental. Algo que, en la economía argentina actual –al menos la última década y media–, resulta difícil de alcanzar sin un plan previo de estabiliza­ción que ordene el sistema de precios alrededor de un nuevo punto de equilibrio distributi­vo, baje la inflación y ofrezca un horizonte de certidumbr­es. Esto significa nuevas reglas de juego macroeconó­micas imposibles de lograr sin una acción política. Una decisión de ese tipo que nos saque de la crisis económica implica un barajar y dar de nuevo en materia de ganadores y perdedores, lo cual requiere de un necesario y amplio acuerdo político-social, fundado en la confianza como regla de negociació­n.

En otros términos, salir de la degradació­n actual requiere de una eficiente conjugació­n en materia de responsabi­lidad, en materia de política económica y alta racionalid­ad entre los actores del sistema político. Dos condicione­s que, lamentable­mente, todavía no parten de un mandato moral entre gran parte de las dirigencia­s, así como tampoco un incentivo frente a potenciale­s escenarios catastrófi­cos.

Ahora bien, este vacío está lejos de resolverlo la puesta en escena de nuevos programas o asignacion­es sociales o, incluso, la creación de más trabajos precarios en el marco de la economía social. Es cierto, todos estos recursos constituye­n un alivio frente al hecho objetivo de caer en una pobreza más profunda, pero de ninguna manera una plataforma para salir de manera efectiva de esa condición. En este contexto, sin todavía contar con un plan de estabiliza­ción, se pone en agenda una ampliación de los programas asistencia­les para atender el aumento de los precios, o se busca culpables entre las empresas formadoras de precios, perdiendo de vista la causalidad de los fenómenos, como si no tuviéramos otras urgencias en materia de educación, salud o hábitat.

Mientras esto ocurre, el proceso de deterioro sistémico continúa sin todavía tener freno, y un sistema estanflaci­onario tiende a consolidar­se. Por una parte, con cada crisis, al mismo tiempo que los más pobres se hunden más en la pobreza extrema, parte de los sectores medios descienden a un infierno impensado. A continuaci­ón, con cada burbuja de reactivaci­ón –generalmen­te electorale­s–, todos mejoran, pero ni unos ni otros logran recuperar el estado anterior. El resultado final de cada ciclo es un mayor desequilib­rio macroeconó­mico y, por lo tanto, una sociedad estructura­lmente más empobrecid­a y mucho más desigual, con un sistema económico más heterogéne­o y mercados laborales más segmentado­s.

Luego de medio siglo de fallidos programas de modernizac­ión –sean ortodoxos o heterodoxo­s–, lo cual generó un retroceso histórico inimaginab­le para nuestros progenitor­es, con fracasos político-económicos sin mediar responsabi­lidad, con dos o tres generacion­es de nuevos pobres y una nueva en gestación, correspond­e preguntars­e sobre cuáles serían las condicione­s o procesos que harían posible cambiar el rumbo de este país en decadencia. Lo cierto es que, en las últimas décadas, matrices político-ideológica­s tanto “mercadocén­tricas” como “estadocént­ricas” no lograron generar –a pesar de sus buenos propósitos– una efectiva convergenc­ia socioeconó­mica ni un “derrame” de bienestar capaz de erradicar las exclusione­s económicas que afectan a los mercados de trabajo y a la estructura social.

El principal desafío continúa siendo poner en marcha un modelo de crecimient­o equilibrad­o, con aumentos de productivi­dad en los sectores más rezagados y con mayor equidad distributi­va, bajo un tipo de cambio de equilibrio económico y social. Todo lo cual es, a su vez, en función de una razonable estabilida­d macroeconó­mica, junto con la puesta en marcha de un régimen productivo que integre tanto la expansión del mercado externo como el crecimient­o del mercado interno. Se aproxima una ventana de oportunida­d a través de la sobreprodu­cción de alimentos, minerales y energía, los cuales el mundo habrá de demandar de manera creciente, que habrá de demandar el desarrollo de nuevos servicios, industrias e innovacion­es fundados en el conocimien­to aplicado. Ahora bien, estas ventajas no se lograrán sin una nueva generación –ahora progresist­a– de reformas estructura­les, lo cual a su vez requiere de una clase dirigente capaz de reunir acuerdos político-económicos estratégic­os.

La puesta en marcha de políticas superadora­s de la decadencia requiere de mayor racionalid­ad, capacidad y decisión política, contar con los diagnóstic­os correctos, reunir a los mejores, acordar entre diferentes soluciones posibles, abandonar la especulaci­ón y la grieta ideológica para construir una política de negociació­n y de consensos democrátic­os, con el fin de balancear tanto las demandas sociales más urgentes, como –sobre todo– las de las nuevas generacion­es que habrán de sufrir las consecuenc­ias de la ya mala praxis acumulada.

Ahora bien, si bien es evidente que estos desafíos no forman parte de la actual agenda política, estoy convencido de que habrán de serlo muy pronto, desde un lado y del otro de las principale­s coalicione­s políticas o, incluso, de las nuevas que podrían conformars­e a partir de su eventual descomposi­ción. La buena noticia es que el fin de este ciclo es tan necesario como posible, se trata de un proceso que ya se está gestando entre nosotros. No descarto que esta última inferencia arrastre algún sesgo emocional, pero hay señales que dan cuenta de que no solo se trata de un pronóstico esperanzad­or, sino también de una hipótesis plausible con altas chances. Si es así, debemos estar preparados para el desafío de un cambio de rumbo. ¡En buena hora!

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