El desierto come castillos
Especie de precuela, o galaxia muy, muy, muy cercana, del guión que Casas escribió para la película de Lisandro Alonso, Jauja, comparten paisajes y personajes.
El parche caliente ocurre cuando los perros se estresan y empiezan a lastimarse la piel hasta que acaban con un agujero infecto. Un vacío existencial que necesita llenarse y rascarse que agranda El parche caliente de Fabián Casas, con un relato que la contratapa tilda de “western onírico y retrofuturista”. Pero no esperen una ficción distópica gaucha a lo Michel Nievas sino la espeleología poética que el escritor viene asumiendo, hace largo, en las cavidades de los mitos criollos. Aquí arremete con el “desierto que se come todo”. Todavía un vacío tan real, tan representación, que rasca tierra adentro el origen de la cultura argentina. Por algo Ramón Gómez de la Serna avisaba desconfiar de las solapas y contratapas. En 1948.
Especie de precuela, o galaxia muy, muy, muy cercana, del guión que Casas escribió para la película de Lisandro Alonso, Jauja (2014), comparten paisajes, personajes y atmósferas de una panorámica de realismo alucinado, en los límites de una imaginaria Nación. Y el Coronel Dinesen y su hija del film protagonizado por Viggo Mortensen mutan y se expanden en este sarpullido agrimensor Dumanis y su enjuta niña que vienen de la lejana –y gótica– Inglaterra, a cercar la barbarie y plantar la civilización, irremediablemente perdidos en la traducción. Y en las referencias literarias y cinematográficas que se retroalimentan en el retorno a la novela del escritor de Titanes del coco (2016). Habrá un Castaneda que enseña a hablar a un Perro/hombre (“el ladrido de ese perro es la voz nocturna del hombre”), y escenas de chinas cuarteleras, excursiones picadas de viruelas y fortines sarnosos que se montan a la película Pampa bárbara” (1945), con guión de Homero Manzi. Boedense el poeta de Sur como el mismo Casas, ambos consumados exploradores mitólogos.
A partir de la huída a lo inconmensurable de Zuluaga –otro chiste intertextual de Casas, citando apellidos que sus seguidores advertirán–, acompañada por su legendario can jerseys, se juegan dos leyes, dos enunciaciones, en la novela. Por un lado la Ley del Padre agrimensor, que sintetiza a los funcionarios y bu r - gueses, salir a conquistar el desierto para “con s - truir un país ”, yen la otra ladera de las cuchillas, los ca - bezas de coco, brujas y mestizos que levantan “muros contra ese pensamiento de mierda”. Y en los pliegues se lubrica una derribadora maquinaria sexualpolítica, en el travestido coronel hijo del desierto, o los corrillos del castillo de los Von Ketten, que transgrede, libera normas, identidades y clases, aquel gesto refalosa lamborghiano, summum de la pampa bárbara.
Como en los trabajos anteriores de Fabián Casas, y habría que suturar poesía, dramaturgia, guiones, prosa y periodismo en multiplicidad de soportes, las paradojas y la lógica no binaria, bajo un manto de oralidad cómplice, sacuden polvo de las rutas argentinas. Y la primitiva fiesta del monstruo prosigue fractal ahora en su El parche caliente, donde “la niña que hay en mí sueña con perros y hombres salvajes, sueña con sangre y con acantilados que golpea el mar. Pero la mujer creció y vive en el desierto”.