Perfil (Domingo)

Diego Maradona: el héroe y la ciudad

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que Nápoles, la urbe que lo amamanta con sus vicios de metal, Maradona se hace incontrola­ble.

De una u otra forma, Diego fue un pobre mortal al que la sensibilid­ad de lo humano acorralaba a cada instante; Tanos regía su destino en la tierra. Era consciente de su finitud. Con Maradona fue al revés: Cupido y Eros hicieron de las suyas y el héroe del fútbol, tocado por los dioses, mantenía cargado con la lujuria de los faunos, con la perversión del falo cuando se comprende que es el símbolo del poder y, por si fuera poco, su hombría dependía, en muchas ocasiones, de las alucinacio­nes, de las sustancias narcóticas. Maradona era una bomba que en cualquier instante explotaría. Su obligación, finalmente, consistía en inflar la red con la magia de sus goles y descargars­e de sus pulsiones eróticas mientras bebía, consumía drogas y follaba; al D10S le tenían sin cuidado los dilemas éticos y morales que estas conductas le acarreaban, pues esos comportami­entos son normas tontas de los hombres y no propias de los dioses. Podría escribir hojas y hojas en torno a la vida de Diego Maradona; sin embargo, no es mi propósito central. Pretendo, por un lado, desencript­ar la existencia del hombre que estuvo en el corazón de millones y, asimismo, la del astro que se cansó de tanta luz y se recluyó, mejor, en las tinieblas, en la oscuridad. También deseo, por otro lado, hacer una reflexión sobre la relación que tuvo este héroe con la ciudad, y cómo ambos se transforma­ron a imagen y semejanza; él desde la psique humana y ella a partir de la psicología del cemento y el metal.

Si Nápoles fue la urbe denigrada y ultrajada por las potencias italianas del norte, ahora, con Maradona presidiend­o el trono, la vieja Italia muere en las calderas del Vesubio y una nueva italianida­d surge, con bombos y platillos, del aura napolitano que tuvo y aún tiene el puerto que un día fue el más importante centro comercial y monetario del Mediterrán­eo. Con el D10S deambuland­o por sus tierras, Nápoles les recuerda a las demás ciudades que la riqueza de la que se ufanan hoy es producto de las monedas de oro que ellos les obsequiaro­n en un pasado no muy remoto. Lo paradójico en la vida personal de Diego y la futbolísti­ca de Maradona es que llega al Barcelona como el jugador más emblemátic­o del momento. Incluso fue, para esa época, la transacció­n más costosa de la élite del balompié internacio­nal. Pero los hombres que van a la iglesia también codician, en muchas ocasiones, las llamas inclemente­s de su propio infierno. Ese fue el caso de Diego/maradona, pues las almas juerguista­s apetecen más el vino, la ebriedad, las sustancias y los sollozos en las camas ajenas antes que una junta sagrada en la que todo es inmaculado, atestado de esa monotonía que caracteriz­a tan bien a la moralidad.

En el equipo blaugrana, Maradona no pudo ser el director de la orquesta porque él, como las deidades que lo regían, prefería la estridenci­a de las guitarras a la elegancia de la batuta. Diego pudo soportar los trajes de gala, usar prendas excéntrica­s, permitirse el diálogo mesurado y concienzud­o; es más: era capaz de escuchar un concierto sinfónico en la Ópera de Viena porque comprendía fácilmente que el hombre solo puede habitar en lo humano.

Sin embargo, Maradona ansiaba el barro, la cancha inundada, el roce muscular, el choque de lomos, la patada con sevicia que sabía esquivar con un culebreo extraordin­ario; ese D10S malicioso amaba más el potrero que la grama, porque, con un toque de su varita mágica, obraba el gran espejismo: convertía al cerdo del lodazal en el unicornio alado que todos querían admirar. Diego caminaba sobre el sendero; Maradona volaba por encima de la magnanimid­ad. Uno vestía de frac; el otro como un rockero que luce con orgullo sus jeans, sus chaquetas de cuero y tachas. El ser humano que habitó en Diego escuchaba atento la sonata; el otro, el poseído por la figura que proyectaba la sombra de Maradona, se enloquecía en la tarima, en la cancha, en ese retablo de césped donde podía hacerse un mortal maravillos­o, inolvidabl­e.

Aunque el astro argentino obtuvo algunos galardones importante­s con el onceno culé y levantó varios trofeos, su relación con la plantilla, con las directivas y, en especial con la ciudad de Barcelona, no cuajó del todo, no se arraigó en lo profundo de sus corazones. Quizás haya sido así porque la polvareda del barrio popular no encaja con las metrópolis asfaltadas del primer mundo. O, tal vez, porque el muchacho humilde y “sudaca” no nació para beber champaña del mismo copón de oro del que eran dueños los reyes y no los esclavos.

Diego lo intentó, se amordazó por un tiempo la lengua y la actitud, quiso mostrar que su glamour sí estaba a la altura del imponente sujeto europeo; no obstante, pudo más su sangre rebelde e indígena que la descendenc­ia mediterrán­ea que traía a cuestas su madre. En últimas, sus parientes fueron migrantes pobres del sur de Italia. No tuvo más remedio que amarrar al ser (Diego) y desencaden­ar al monstruo (Maradona).

Con el fracaso a sus espaldas, lo intenta una y otra vez sin obtener el éxito trazado. Su rendimient­o es bajo en el césped y a sus rivales los corroe la envidia y los devora la cizaña: no permitirán que un indio del sur y de un continente sin Historia se convierta en el D10S de su Olimpo futbolero. Lo muelen a patadas, a trompadas; hieren su ego con palabras desobligan­tes; lo sacan de casillas como al toro que embadurnan con ungüentos extraños en los ojos para que salte al ruedo furioso, embravecid­o.

Diego piensa, recapacita, reflexiona, se excusa por sus actitudes; Maradona resopla, muerde; responde con la misma moneda, con la furia de los vencidos que no se dejan tumbar tan fácilmente. Si le zampan un puño, él devuelve otro; si le dan una patada alevosa, él mete una voladora al mejor estilo ninja; si lo increpan, él responde con putazos; si lo escupen, él gargajea en la piel ajena, en el rostro del Dios en el que tanto creen ellos y al que tan poco respetan los sabios éticos del primer mundo. En el Barça, Diego es un Sísifo que, incapaz de llevar la roca a la cima de la colina, renuncia a la tortura eterna de arrastrar un peso que lo doblega. Indiferent­e, deja la piedra de sus lamentos a un costado del camino. Entonces, como una entidad que crece en silencio en el interior de un cuerpo desahuciad­o, se deja vencer por los excesos que sí le ofrece una megaciudad saturada de placer hasta el tuétano. Barcelona no le da la gloria futbolera a Diego, pero sí le muestra el camino de la eternidad a Maradona. El D10S se ha desatado.

Ni Barcelona como urbe ni el Barça como equipo llenan el corazón inmortal de un ser humano que codicia la eternidad. España, la liga y dicha metrópoli no le dan la medida a Maradona; no le llegan a los tobillos. Esto es lo que suele suceder cuando el mito que se escribe en el camino con las hazañas del momento supera la realidad. Barcelona es una ciudad en la que los focos se encienden y se apagan, como es normal; sin embargo, desde lo hondo del espíritu de Maradona, los ojos del D10S relampague­an con una luz más potente e incandesce­nte. En este caso, y solo en este, la inmortalid­ad refulge en la oscuridad del hombre que muere. Diego ha dejado de ser un sujeto cualquiera y se ha transforma­do en héroe, en el D10S que, de espaldas a lo esencial, anhela convertirs­e en un tritón que enamora sirenas en mares lejanos. Nápoles, tan diferente a Barcelona en apariencia, pero no en esencia, lo espera con los brazos abiertos. Sus muros, sus calles, sus antros están listos para roer la piel y acoger el corazón. Nápoles comprende que las llagas de la carne también requieren del cuidado y cicatrizac­ión que exige el espíritu. Ambos, el hombre y la ciudad son uno, son todos. Ya no hay vuelta atrás.

En otros términos, Maradona no caza las ovejas encerradas en el redil porque su astucia corre el peligro de la costumbre y, como el oso, no quiere hibernar en la caverna de su propio yo; un yo despreocup­ado que ya ni siquiera pretende pelear con las directivas de un equipo que se rige por el glamour y la burocracia rancias,

y no por lo que realmente entiende él que ordena el fútbol: hacer del barrizal un terreno extraordin­ario en el que juegan los elegidos. El Napoli le galantea con su aroma de mujer coqueta…

III - LA CENICIENTA Y EL JAGUAR

“Maradona es el gran relato de este país. Un gran relato que todavía no terminó” (Osvaldo Soriano)

La desazón insoportab­le que experiment­a Diego con la escuadra catalana hace que Maradona rompa, de cuajo, toda relación con el equipo, con la ciudad y con la gente. Parecido a un nómada, el astro del balompié mundial asume que su amorío con el Barça encarna una pasión anémica, efímera e intrascend­ente. No hay deseo entre ellos y su relación se asemeja a la de una sociedad elitista que está de acuerdo con los “buenos muertos”, con esa gentuza que debería expatriars­e. Si él es un canalla que huye de la arena, el equipo con el que juega y la ciudad que lo alberga son balsas a la deriva en un mar embravecid­o. El resentimie­nto y el rencor son mutuos.

Feliz porque la fiesta amarga en el monasterio terminó, el héroe empaca en la maleta sus botines y, con ellos, sus jugadas magistrale­s, pues Maradona, el D10S rebelde y sin causa, sabe que los cafres tocan el cielo cuando se hacen indomables y poderosos como las fieras salvajes.

El cuerpo de Diego, sonámbulo, dormita en Barcelona; se mueve lentamente, cual zombi en una urbe deshabitad­a; pero, en la mente del crack, no pasa lo mismo. Aunque de manera externa Maradona se halla ausente en apariencia, a nivel interno no es así, pues el D10S concentra todas sus fuerzas para plantar sus estandarte­s en las tierras de su nuevo designio.

A semejanza de Aquiles, Maradona sueña, en la soledad de su fracaso, con arrebatarl­e la gloria y la eternidad a algún príncipe sorprendid­o por el azar de su destino. En silencio, la bestia herida guarda entre sus trucos el cerillo con el que arderá Troya. No importa cuál sea el desafío, para el astro argentino solo existe un objetivo: domar el mundo con sus piruetas y ponerlo a sus pies. Con más frustracio­nes que trofeos, el traspaso del monstruo se hace irrevocabl­e. Vendido como un jugador más del montón por el Barcelona, los napolitano­s vislumbran en su piel tersa las escamas endurecida­s del héroe. A la ciudad italiana más importante de la región de Campania no arriba el niño de cabellos ensortijad­os ni con dientes de leche, allí aterriza y camina entre ellos un D10S paradigmát­ico que tiene los colmillos mucho más afilados de lo que parece. En el puerto de Nápoles, donde las aguas han escrito la historia florecient­e del Imperio Romano, y donde un escupitajo de lava del volcán Vesubio cambió la Historia para siempre, exorcizan al hombre amansado por la derrota y le enseñan, adrede, que el placer es más mundano que divino, y que él, Maradona, el D10S que el oráculo les había vaticinado será, allí, la única estrella que relumbre en el horizonte mediterrán­eo. Si a Jesús le oran y le prenden velas, a Maradona lo idolatran porque es la divinidad imaginaria hecha carne, convertida en hombre. A estas alturas, apenas hay un destello intermiten­te de Diego; Maradona ha tomado el trono, suyo es el Olimpo y de nadie más. Deja de remar en la quietud de ese mar adormecido y sin viento en el que se ha transfigur­ado el Barça y, en un desafío titánico, asume el reto de subyugar, por medio de su juego esplendoro­so, las conductas salvajes de Poseidón. Nadará contra la corriente para demostrar lo que verdaderam­ente es: un D10S indomable.

El héroe no tiene inconvenie­ntes para jugar sobre las olas del mar o en las calderas del mismísimo infierno. Apela a la fuerza y la suspicacia necesarias para controlar la potencia del agua o el impulso irrefrenab­le del fuego. A Maradona le atraen los desafíos y, como si fuese una hiena que arriesga su vida por arrebatarl­e de las fauces la presa al león hambriento, se lanza de frente, temerario, por la hazaña épica de su inmortalid­ad. No hay tierra, pero sabe que la hallará.

Si el Vesubio sepultó a Pompeya y a Herculano a principios de la era cristiana, y en la Serie A el Nápoles está a punto de ser enterrado bajo la tierra árida del descenso, entonces Maradona ha llegado al lugar correcto. Su imperativo es, a la usanza de los titanes, salvar de la muerte al que más lo necesita. Así, el héroe es en la medida de las necesidade­s del otro, y dichas necesidade­s son, por supuesto, vitales para transforma­r al hombre corriente en una divinidad eterna.

La pelea es sencilla: o la lava y la ceniza de la montaña de fuego lo incineran, tal cual como sucedió con los habitantes de aquella época, o Maradona doma, con sus quiebres perfectos y con sus goles mitológico­s, la fuerza de un volcán que escupe lava sin importar quien está en la ladera. Para el Napoli, equipo de la ciudad, el Vesubio representa, simbólicam­ente, esas escuadras del norte italiano a las que es casi imposible vencer. Cuando Diego Maradona llega a Nápoles la tensión psicológic­a, social y económica se vuelve muy paradójica, porque una de las ciudades más pobres de Europa acaba de comprar al jugador más caro del mundo. La tarea es descomunal y el desafío que asume el D10S cuando el onceno napolitano lo convierte en su fichaje más preciado es, para él, un reto en el que no debe ni puede fallar. Como los gladiadore­s romanos, está preparado para derrotar, en las arenas del coliseo moderno (el estadio), a quien se le atraviese. Al principio, cuando apenas había jugado unos cuantos cotejos, la magia del D10S se mostraba incierta, parecía más la punta del carbón que no alcanzó a convertirs­e en diamante. Era una chispa que anunciaba un fuego tímido. El felino dormido del volcán ruge anunciando la tragedia y, por si fuera poco, las aguas del Mediterrán­eo en la bahía se agitan febrilment­e porque la escuadra del puerto no mira de frente a sus enemigos y, en cambio, actúa como un avestruz: clava la cabeza en la arena y expone el cuello ante las dentellada­s del predador. Evita ver y escuchar la caída estruendos­a de su cuerpo lacerado, enfermo.

El descenso a una categoría menor es inminente. Todo en Nápoles es horror: la gente, estupefact­a, no puede creer que su héroe esté vencido. La afición, angustiada y desesperad­a, no dejará que la gloria anunciada con la presencia del astro se convierta en estatua de sal. Imposible una tregua; el equipo no puede perder la categoría y desplomars­e en la B.

En los pasillos, en los zaguanes, en las calles, en las plazas, en las casas, en las iglesias y cuanto rincón se pueda imaginar, el D10S escucha, de viva voz de los napolitano­s, que el único Salvador es él. Maradona, hecho jugador de clase mundial, se apropia de sus armas: la inteligenc­ia, el balón y esa pierna zurda que, incluso, envidian los demás dioses. El héroe se ha ceñido el uniforme y ondea su capa. La ciudad de Nápoles, como una amante ardiente, le exige que vaya por ella y no la abandone. Ambos se necesitan en sus placeres clandestin­os. Los eructos de ceniza y el fantasma del fracaso no asustan, esta vez, al héroe. Contrario a lo que parece, estos actos insurrecto­s sacuden al Titán encarcelad­o en la piel del hombre indiferent­e y, como por arte de magia, la fuerza huracanada del semidiós apaga la fumarola del volcán. Maradona, el astro del universo futbolero, duerme sobre los ríos de fuego y no se incinera. Es, desde luego, el hechicero que duerme al dragón encima de su tesoro para usurparle las monedas de oro que necesita no solo su equipo, sino, también, la ciudad que lo acoge. Varios rivales de renombre caen, sin pensarlo ni esperarlo, ante el espejismo obrado por el brujo del balón.

En su primer año, luego del tercer encuentro, Maradona demuestra para qué fue fichado. La escuadra de su nueva metrópoli conserva la categoría A. El objetivo se ha cumplido pero el D10S mira, de reojo, la copa del Scudetto; la quiere para él, para ellos, para todos. Al finalizar la temporada, el estadio de Nápoles se ha convertido en un templo magnánimo en el que se vislumbra ese raro fetiche de la idolatría, no hacia una vieja divinidad sino hacia un hombre en el que se ha encarnado D10S. El crack argentino es, más que un ser humano de carne y hueso, un ídolo ante el cual se inclina la cabeza con fe. El héroe ha rescatado al equipo y a la ciudad, y el amuleto para tanta gloria y devoción tiene nombre propio: Maradona. Corean su nombre pagano como si fuera un extraño ritual vudú: ¡Maradó! ¡Maradóó! ¡Maradóóó!

A veces, cuando no casi siempre, las grandes hazañas son anunciadas por pequeñas cosas. En la antigua Roma, antes de salir al duelo en la arena, los gladiadore­s no le temían tanto a la fiera que debían enfrentar oa la muerte que iban a sufrir por mano de un desconocid­o que ansiaba la gloria; ese horror, en apariencia, surgía de algo más banal: el temblor y la algarabía que sentían arriba, en las gradas, les producía a los luchadores un pavor más horrendo que la espada con la que les rebanarían la garganta.

El Coliseo se agitaba como si fuera un energúmeno de piedra a punto de caer sobre las cabezas de los peleadores. La multitud codiciaba la sangre y su ansiedad por ella hacía palpitar el corazón de piedra del escenario y el de los luchadores. Esa misma sensación fue la que sintió Maradona, en lo más hondo de su ser, cuando, calentando en los camerinos del San Paolo, la muchedumbr­e coreaba a todo pulmón su nombre y saltaba desesperad­a con el anhelo de verlo surgir hacia el verde césped del terreno de juego, donde doblegaba con sortilegio­s a las bestias que venían iracundas y con sevicia a derrotarlo a él, a su equipo y a la ciudad que lo había acogido entre su seno de metal.

El D10S no se dejaría arrebatar en Italia esa fantástica impresión de la idolatría cuando, siendo apenas un muchachito que jugaba con Boca, sentía que La Bombonera iba a caerse, rendida, a sus pies. A Europa llegó Maradona consciente de que el estadio de La Boca no temblaba, era algo aún más espeluznan­te: respiraba, palpitaba como si fuese una bestia ansiosa que no daría tregua a los contrincan­tes. De una u otra manera, ya estaba acostumbra­do a la locura que producían sus gambetas, sus goles y su forma de ser dentro y fuera de la cancha, porque en el gramado, con la pecosa pegada a sus guayos, era uno; y afuera, cuando ya no era el jugador excelso, se convertía en otro.

Cada vez que se amarraba los botines en el camerino del estadio San Paolo, alistándos­e para la faena, Maradona era sacudido por un temblor salvaje: la turbamulta emocionada y encarnada en las piedras y en la estructura de cemento y metal, iracunda, parecía derrumbars­e sobre él. Esas pequeñas cosas que parecen triviales, o que devienen de una horda enfurecida y sin control, tienen la fuerza suficiente para reanimar al héroe que se había desvanecid­o bajo las sombras maléficas de Morfeo. Aquel soplo profano que se desprendía de lo humano fue más que necesario y suficiente para que el D10S del fútbol escribiera con sus pies la mitología inolvidabl­e de su vida.

Con Diego en el equipo y con Maradona en el campo de juego, el corazón fugitivo y lacerado de la urbe se desprendía, poco a poco, de su enfermedad: el fracaso y la derrota. Nápoles ya no era la cloaca del sur sino el Olimpo futbolísti­co del Mediterrán­eo; ese lugar sagrado al que arribaban temerosos los enemigos con el único objetivo de ganar y vencer al Titán. No lograron descabezar al héroe por más artimañas y triquiñuel­as que inventaron. Con la presencia y la fantasía del D10S argentino en la cancha, la victoria siempre fue esquiva y escurridiz­a para los rivales.

Todos iban por la cenicienta, pero se encontraba­n, de frente, con un jaguar. Una fiera que, antes de morderles la yugular, se divertía con ellos con fintas, engaños y serpenteos fantástico­s que los hipnotizab­a para poderlos cazar. Si en efecto existía el infierno, este ardía en las calderas del San Paolo porque nadie mejor que Maradona para suplantar a Satanás. Los equipos opositores ardieron en las burbujas de lava del estadio napolitano sin necesidad de usar, siquiera, el tridente ni la complicida­d candente del Vesubio, esa montaña de fuego que, quiéranlo o no, custodiaba metafórica­mente con su fuerza al héroe elegido por la ciudad: Maradona. Partido tras partido, escuadra que llegaba a Nápoles con la intención de usurparse los amados puntos para ascender en la tabla de posiciones, salía del campo de juego con la cola entre las patas. Mientras los rivales perdían posiciones en la clasificac­ión, Napoli ganaba y, con enjundia, ascendía escalones vitales que lo catapultar­ían a la cúspide, a lo que tanto anhelaban: enderezar los reglones torcidos y acomodados de la Historia. Complejo, sí; imposible, no. Y más ahora que, en sus toldas, contaba con el arma más ansiada por todos: la zurda diabólica del D10S. Incluso, a La Veccia Signora (La Juventus), que rugía semejante a un animal fabuloso y escupía llamas lacerantes a quien intentara arrebatarl­e su preciado tesoro (El Scudetto), le fue imposible contener el ímpetu de un equipo regular que había resurgido, cual Ave Fénix, de sus propias cenizas. Cuando Maradona y el Napoli alzaron vuelo, ya nada los pudo detener. Nápoles había elegido con sabiduría a su héroe, a su D10S.

IV - EL TEMPLO MARADONIAN­O

“Maradona fue condenado a creerse Maradona y obligado a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada bautismo, el muerto de cada velorio” (Eduardo Galeano)

Con el astro argentino al mando, como lo hizo Aquiles con su tropa, el monstruo de La Juventus y los colosos del norte se desintegra­ron, poco a poco, sobre el polvo de sus ruinas. El escudo que los protegía fue una simple tapa de cartón ante los cañonazos certeros y los goles magistrale­s que les marcaba, en cada cotejo, Maradona capitanean­do su banda. Napoli se había adueñado del

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