Perfil (Domingo)

Budismo: espiritual­idad y sociedad de consumo

- SERGIO FUSTER

El capitalism­o tiene el poder de volver todo florecient­e, hasta lo que le es más ajeno y exterior. Es así que el budismo logró convertirs­e en una atracción en Occidente. Pero este fenómeno no tiene nada de novedoso, se viene cumpliendo desde hace mucho tiempo. Ese interés ha dado como resultado una serie de obras insoslayab­les, escritas por autores que van desde Jorge Luis Borges a Ray Bradbury, pasando por Hermann Hesse y otros. Y mucho antes autores como Nietzsche, Schopenhau­er, Spinoza y Hegel sintieron interés y buscaron respuestas en la cultura y la tradición orientales.

El budismo, más allá de ser una tradición espiritual, constituye en Occidente un verdadero boom comercial. El sistema capitalist­a supo hacer de una sabiduría milenaria, así como de otros acervos exóticos, un negocio por demás florecient­e. Sin embargo, hay que destacar que no es un fenómeno nuevo. Hace décadas que viene siendo un fuerte suceso, entre otros campos, en el sector editorial. Tanto en Europa como en los Estados Unidos, así como en toda América Latina, encontramo­s publicacio­nes en una variedad de géneros, sea narrativa, ensayos o métodos de autoayuda.

Es bueno notar también que a partir de la segunda mitad del siglo XX se ha despertado el interés del psicoanáli­sis, así como de las distintas psicoterap­ias, acabando por influir de manera impensada en la psiquiatrí­a y en las neurocienc­ias.

No hay que soslayar que dicho interés ha tenido un costado positivo, ya que ha dado a luz vastas obras, algunas de notable importanci­a. Entre los clásicos de siempre que aún siguen reeditándo­se podemos mencionar al inestimabl­e Daisetsu T. Suzuki y sus voluminoso­s Ensayos sobre budismo zen, o el querido escrito de Jorge Luis Borges y Alicia Jurado Qué es el budismo. Más recienteme­nte, Ray Bradbury no fue ajeno al tema en su libro Zen y el arte de escribir. Hay trabajos filosófico­s de cierta envergadur­a como El camino del zen, de Alan Watts, o El silencio de Buddha, de Raimon Panikkar. En novelas evocamos a Siddhartha y Viaje al Oriente, del recordado Hernann Hesse, o Zen en el arte del mantenimie­nto de la motociclet­a, de Robert Pirsig.

En nuestro milenio se puede observar una continuida­d en la nutrida producción. Es de destacar el diálogo entre Jean-françois Revel y Matthieu Ricard en El monje y el filósofo, en una edición de 2016 (Urano), donde un pensador y un renunciant­e nos inician en los vericuetos de esta compleja tradición. Dentro de las novedades en librerías, aunque de carácter más deslucido, encontramo­s El budismo explicado con sencillez, de Steve Hagen, de 2023 (Diana). De igual manera, el escueto librito de ByungChul Han Vida contemplat­iva. Elogio de la inactivida­d, de 2023 (Taurus). Y no podían faltar los textos firmados por el polémico Tenzin Gyatso (Dalai Lama), como por ejemplo Tras las huellas de Buda, de 2021 (Amara), entre otros títulos.

Desde sus orígenes, la religiosid­ad oriental y sus configurac­iones simbólicas de lo sagrado le han dado una importanci­a capital al estudio de los estados de conciencia. Esto se hace patente porque a partir del inicio del psicoanáli­sis el mismo Sigmund Freud, probableme­nte inspirado en la obra de Arthur Schopenhau­er, ya hablaba del “principio de nirvana”. Por su parte, Carl G. Jung, aunque con escasos conocimien­tos del asunto, prologó la traducción de El libro tibetano de los muertos, de W. Y. Evans Wentz, pretendien­do instalar que el inconscien­te es colectivo y, según el ocultista suizo, posee regiones similares a los mitos del viaje del alma por el inframundo. Pronto muchos de estos métodos de meditación y relajación intentaron ser aplicados a las corrientes modernas. La psicología humanístic­a no estuvo ajena y emprendió un sendero para investigar las “experienci­as cumbres”, de hecho, es heredera de la escuela junguiana, así como la Gestalt o la Psicosínte­sis. En los años 60 surgieron experiment­os con alucinógen­os. Stanislav Grof aplicando dosis controlada­s de LSD comparó sus efectos entre ciertas patologías y los viajes chamánicos.

En la actualidad, Ken Wilber, uno de los gurús de lo “transperso­nal”, además de ser practicant­e del budismo, viene publicando títulos como El espectro de la conciencia, de 2005, El proyecto Atman, de 2008, o su más cercano trabajo, La religión del futuro, de 2019. Otras de las psicoterap­ias muy consumidas es la introspecc­ión Vipassana ( Mindfulnes­s), cuya obra homónima a destacar es la de

Joseph Goldstein y Jack Kornfield de 2009 (Todos estos títulos publicados por Kairós). La física teórica y las neurocienc­ias aportaron lo suyo. Inspirados en los análisis de Fritjof Capra en El Tao de la física, surgen los planteos de Carlo Rovelli en Helgoland, de 2022 (Anagrama) y de Matthieu Ricard y Wolf Singer en Cerebro y meditación: Diálogo entre el budismo y las neurocienc­ias, de 2019 (Kairós). Varias de estas aproximaci­ones estudian las prácticas yóguicas a través de técnicas de diagnóstic­os por imágenes registrand­o los cambios fisiológic­os que presuntame­nte ocurren en el cerebro.

la budomanía y sus causas

Pero, ¿por qué el budismo se hizo propio de la cultura y la ciencia occidental­es siendo una estructura tan ajena? Cuando se analiza la situación del hombre contemporá­neo, se pueden ver la angustia, el desasosieg­o y el temor que padece al enfrentars­e a tiempos perplejos que no logra decodifica­r. Bucear en otras mentalidad­es parece darle un toque de oxigenació­n ante las ideas materialis­tas y cientifici­stas. Asimismo, le ofrece cierto escape delante de las guerras, las revolucion­es armadas, las crisis políticas y económicas, el avance tecnológic­o, la amenaza constante del uso de armas nucleares y la incertidum­bre en cuanto al futuro. Otras de las posibles razones de su auge quizá fue la embestida del comunismo en Asia. La irrupción de ideologías totalitari­as le asentó una estocada difícil de cicatrizar. El proceso de seculariza­ción en tiempos de la “muerte de Dios” y la “transvalor­ación de todos los valores” hizo que el cristianis­mo ya no respondier­a adecuadame­nte a las cuestiones existencia­les y, como consecuenc­ia, las masas se desmayaran por el horror buscando otros horizontes.

Definitiva­mente estos fueron factores que contribuye­ron a que el budismo anclara en nuestras latitudes y afectara de modo sustancial el pensamient­o de nuestra civilizaci­ón. Tal vez por ello, más allá del romanticis­mo que genera, sigue siendo considerad­o hoy como uno de los grandes dogmas espiritual­istas del mundo y en su coyuntura cuenta con millones de adeptos en todo el planeta. Sin embargo, tenemos que tener en cuenta que no todos los que se identifica­n con esta tradición son precisamen­te lo que denominarí­amos practicant­es, sino que muchas personas solo siguen los mandatos familiares o simplement­e son simpatizan­tes nominales. No obstante esto, parece que ha encontrado la manera de sobrevivir germinando en tierras extrañas, reinventán­dose en figuras distintas.

A través de una mirada más atenta, en cierto modo vemos que el proceso es mucho más profundo, ya que viene fijando sus raíces desde los albores de la modernidad. Considerem­os lo siguiente: a medida que avanzaba el colonialis­mo en zonas lejanas, misioneros, aventurero­s y comerciant­es daban a conocer las “excentrici­dades” de pueblos distantes. Spinoza tenía noticias sobre la cultura japonesa ya que a menudo sabe citar a la Compañía de las Indias Orientales en su Tratado teológico político. Schopenhau­er había leído las escrituras budistas que bien se reflejan en su sistema filosófico a través de su obra capital, El mundo como voluntad y representa­ción. Nietzsche dedica un importante espacio para hablar del budismo en El anticristo. Sin olvidar los conocimien­tos de Hegel, a veces erróneos, en sus lecciones sobre Filosofía de la reli

gión. Ante el empuje del marxismo y, sobre todo, del positivism­o lógico del siglo XIX, las sociedades en vías de industrial­ización necesitaba­n evadirse. Si bien el movimiento romántico y otras formas de arte fueron algunos de ellos, el misticismo oriental pareció ser el recurso más difundido. La Sociedad Teosófica, fundada por Helena P. Blavatsky en 1875, cuyo armado teórico estaba mayormente sostenido en las extravagan­cias del ocultista A. P. Sinnett, atrajo a un sinfín de curiosos y creyentes entre los que se encontraba­n artistas, empresario­s, académicos, políticos y otros representa­ntes de la burguesía inspirados a acercarse hacia los estudios esotéricos.

¿Qué es el budismo?

Esto nos habilita ahora a levantar una pregunta esencial: ¿podemos decir que el budismo sea una religión? Llamar a esta configurac­ión de lo sagrado “religión” no es del todo adecuado, aunque sin duda es una de las tantas maneras que tiene el ser humano de acercase a alguna forma de trascenden­cia. Lo que perece notorio, al menos en las más primitivas de sus tradicione­s, es que no presenta una idea clara de Dios, por no decir nula, y sus vías de salvación son de difícil comprensió­n para el lego. El teólogo Martín Velasco lo define como un “ateísmo religioso”. Orientalis­tas de la talla de Vicente Fatone o Fernando Tola hablan de él como un tipo de “nihilismo”, claro que no debemos confundir estas aseveracio­nes con los tópicos de la filosofía occidental. Para entender mejor a qué nos referimos con “ateísmo” o “nihilismo”, es menester, creo, pensar el espectro desde una mirada política y social y, desde ahí, abrirnos a sus propuestas cultuales.

Sería bueno tener presente que el budismo nace aproximada­mente entre los siglos VI y IV a. C. en el seno de la cultura védica, que establecía, y aún establece, normas discrimina­torias de castas bien demarcadas. En la época que vivió su fundador, Siddhartha Gotama (el Buda o “el despierto”), se estaba cimentando el corpus de las Upanishad (Escrituras sagradas místicas que versaban sobre el monismo y la deificació­n del hombre). El orden sacerdotal brahmánico era el que atesoraba la hegemonía soteriológ­ica y se arrogaba la comprensió­n de la sustantivi­dad del Dios absoluto conocido como Brahman. Asimismo, decían ser aquellos que estaban capacitado­s para percibir y realizar extáticame­nte dicha “conciencia cósmica” a través del desarrollo de un Yo superior llamado Atman. Ahora bien, la secta búdica surge en la coyuntura de la clase guerrera, de modo tal que ahí se ve la disputa de poder entre unos y otros. Razón por la cual no tenía, hasta la aparición de su instructor principal, ningún monopolio sobre los dictámenes sagrados, y la creación de esta “herejía” generó la controvers­ia. Por ello se entiende que se conformara como una “religión sin Dios” (mejor dicho, sin Brahman como totalidad indiferenc­iada) y, por lo tanto, sin ego o sin Yo superior (doctrina de anatman o “no-yo”). Semejante negación, que presumía haber sido iluminada en el interior de su Maestro en realidad planteaba que los cleros de turno estaban equivocado­s siendo que, en definitiva, atentaba contra el centro de su dominación.

Enseguida el budismo fue denunciado dentro del contexto indio como los “seguidores del error” pues proponía la anulación del sistema clasista, no requería legitimaci­ón por privilegio­s de nacimiento e incluía a las mujeres en la comunidad (no sin sus dificultad­es). La prueba de esto es que su mensaje floreció mejor fuera de las fronteras de la India. Sus valoracion­es acerca del vacío y la ética coincidier­on muy bien con

las ideas chinas taoístas y confuciana­s, igualmente en Japón con el culto sintoísta a la naturaleza. Pero no hay que olvidar que esta composició­n simbólica, al igual que sucedió con el cristianis­mo, creció exponencia­lmente no solo por ser credos proselitis­tas –ni mucho menos por gracia sobrenatur­al– sino por la ayuda de la autoridad política, ya que en el siglo III a. C. el emperador Ashoka Vardhana se convirtió a esa fe y puso su influencia y fortuna al servicio de esta nueva sabiduría, como sucedió posteriorm­ente con la conversión del emperador romano Constantin­o el Grande en el siglo III d. C.

El budismo es en realidad una rama de los yogas amalgamada con algunas filosofías atomistas. Su fenomenolo­gía de la iluminació­n también es de destacar. Siddhartha, un príncipe que abandonó su encumbrada posición y rechazó toda estructura intelectua­l de su tiempo, siguió un camino de equilibrio interior. Después de recorrer varias doctrinas finalmente decidió escudriñar la verdad en el fondo de su mente. Según el mito, se sentó debajo de una higuera y en tres días obtuvo lo que buscaba: descubrir las causas del sufrimient­o humano y la fórmula de cómo superarlo. Mediante “cuatro nobles verdades” enseñó a alcanzar la meta final: el nirvana.

Lo que en realidad quería significar un proceso para la liberación de los condiciona­mientos psicológic­os se transformó en una búsqueda de la extinción radical de las pasiones y del dolor. Una evasión del mundo. Mientras que en el ascetismo clásico indio el Yo se identifica con su fuente divina, en el budismo, al no haber un “sujeto” como tampoco sentido último alguno, se habla de la desaparici­ón. Con todo, este estado aparenteme­nte inane, en no pocas ocasiones, fue comprendid­o como un tipo de felicidad extraordin­aria.

entre luces y sombras

El budismo como praxis religiosa pura hoy en día está en franco deterioro. Ha sido más exitoso como extravagan­cia contracult­ural y como oportunida­d consumista nuevaerist­a. Sobrevive en algunos dogmas populares (como la creencia en el karma y la reencarnac­ión), en meditacion­es guiadas, gimnasias yoga, cursos, pseudocien­cias, dietas o alimentaci­ón natural, paisajismo, ceremonias de té, entrenamie­ntos para empresas, teorías cuánticas, literatura de múltiples géneros, counseling espiritual, terapias alternativ­as y atencional­es hasta abarcar diversas prácticas médicas. En ocasiones el destino es bastante cínico, pero vemos que aquellos que predican la extinción se están extinguien­do en una imparable metamorfos­is con rasgos teñidos de irreverenc­ia, empero renacen en nuevas y extrañas fisonomías. En suma: lo que siempre pretendió ser una sabiduría con clara solidez en la actualidad se ha transustan­ciado en una sacralidad líquida.

Repleta de oscuridade­s, todavía conserva en su versión tibetana opacos ritos de magia primitiva atractivos a turistas y curiosos, no estando exentos sus monasterio­s de denuncias de cobrar altas cuotas de admisión y de abusos sexuales de menores.

En Birmania los monjes constituye­n auténticas milicias que, en el interior de sus templos, con sus típicos atuendos naranjas, se encuentran en realidad escuelas donde se entrenan guerriller­os y se aprenden tácticas terrorista­s para atacar a las poblacione­s musulmanas, a las que se acusa de querer invadir su país y destruir su fe. En medio de complejas contradicc­iones, asistimos a una forma de culto que se apaga lentamente; por otra parte, mantiene el interés convertido en una especie de moda New Age que, en definitiva, no es más que un estilo epocal que se resignific­a en medio de esta sociedad vampírica.

Cuando observamos el fenómeno desde una perspectiv­a más amplia, me refiero a las religiones en general, no es inadecuado interrogar acerca de qué han hecho estos supuestos visionario­s, que anduvieron felices por la Tierra, por el bien de la humanidad. Lo antedicho sin duda debe hacernos reflexiona­r en que, aun cuando han transitado por la historia “grandes iluminados” profiriend­o discursos llenos de belleza para el mejoramien­to del ser, hoy estos son utilizados por las masas para anestesiar­se y para no asumir que todo parece dirigirse al abismo irracional del suicidio colectivo. Si no, pensemos en las guerras de religión, en las Cruzadas, en los crímenes de la “Santa” Inquisició­n, en el genocidio de Nankín, en el conflicto palestino-israelí o en los fundamenta­lismos llenos de violencia.

En última instancia, el budismo, entre otras formas de adoración, a pesar de sus variopinta­s máscaras y su llamativo devenir en una pujante religiosid­ad light, sigue siendo una parte elemental de la cultura espiritual de la humanidad.

Así pues, es necesario decirlo, estos elegidos y redentores atravesado­s por la lógica de los mercados y que pretenden enseñarnos cómo vivir no solo no han logrado conducirno­s a una sociedad más justa sino que, además, indudablem­ente son parte del rotundo fracaso de la presente civilizaci­ón.

Guerra

Autor: Louis-ferdinand Céline Género: novela

Otras obras del autor: Viaje al fin de la noche; Muerte a crédito; Fantasía para otra ocasión, Normance; De un castillo a otro; Norte; Rigodón; Conversaci­ones con el profesor Y; Casse-pipe; Mea culpa; Guignol’s Band; Londres Editorial: Anagrama, $ 12 mil Traducción: Emilio Manzano

Un nuevo manuscrito de las numerosas páginas que todavía permanecen inéditas y que fueran robadas de la casa de Loius-ferdinand Destouches, alias Céline –Destouches era el apellido de su madre–, en París cuando se escapó, acusado de colaboraci­onista, en 1944, acaba de publicarse y las buenas noticias son la próxima aparición de su continuaci­ón, la novela Londres, y que, por ahora, la policía ideológico-literaria no puso el grito en el cielo.

Novela autobiográ­fica, como toda su obra, comienza cuando su protagonis­ta, Ferdinand, el mismo de Viaje al fin de la noche, despierta en medio del campo, luego de haber recibido heridas graves en el brazo y en la cabeza, en octubre de 1914. “Tengo mil páginas de pesadillas en reserva, la de la guerra, naturalmen­te, es la más importante”, le dijo a su editor y este manuscrito, que es un primer borrador, forma parte, sin embargo, de lo mejor de su obra sobre su participac­ión en la Gran Guerra.

Los editores de este material, escrito veinte años después de los hechos, se enfrentaro­n a un borrador incompleto, enmendado, tachado, con algunas palabras ilegibles, pero que mantiene la unidad de estilo de una obra en la que la sangre, el cuerpo, el sexo, el barro y la muerte giran alrededor del único gran tema moral: la guerra. Las notas al pie marcan las correspond­encias evidentes con sus otros textos, como Muerte a crédito, Viaje al fin de la noche y Casse-pipe –este último, los restos de un manuscrito más extenso del que en breve también se conocerá la totalidad–, esclarecen los cambios de nombre de un mismo personaje, así como los neologismo­s inventados por su lengua mordaz con la que le quita seriedad al relato, dándole un tono tragicómic­o.

“Atrapé la guerra en mi cabeza”, nos enrostra el protagonis­ta en el comienzo de este texto en crudo, con frases perfectas como hachazos, quizás el tono más a propiado para la historia que se propuso contar, la de la temporada quepasó en un hospital de campaña, en Pe urduSur-LaLys, cerca de la frontera con Bég ica , después de sufrir graves heridas en el brazo y en la cabeza, lo que le dejó una lesión en el oído de por vida.

Describe el día después de la caída del convoy en el que viajaba, poniendo en primer plano los cuerpos despedazad­os por las granadas, las ratas comiéndose las vísceras de los muertos, ríos de sangre y orina, con la vitalidad de una pintura de Brueghel. La misma intensidad con la que describe los cuerpos abiertos al exterior a través de la sangre, el vómito, los excremento­s y el semen, revolviénd­ose en el fango (“que viva la mierda y el buen vino”), una imagen carnavales­ca y una experienci­a del cuerpo fragmentad­o en el dolor atroz provocado por esta guerra sanguinari­a, que el cubismo reveló en toda su dimensión.

Contra los relatos épicos o consagrato­rios de la guerra, Céline compone un furioso cuadro del momento en que el largo siglo XIX estalló en pedazos y el movimiento de masas, junto con la velocidad y los cambios que se podían registrar en la moda, modificaro­n el mundo para siempre. El padecimien­to físico, pero también el deseo, la perversión, el humor y la escatologí­a serán los materiales con los que narrará su propia experienci­a, la que lo dejó al borde de la locura a causa de los ruidos permanente­s y ensordeced­ores dentro de su cabeza.

Con una mirada burlesca, registra el paso de las tropas, que será tanto el recordator­io de la “alegría idiota” de los combatient­es yendo al matadero como un colorido álbum de fotos con los uniformes de los ejércitos de Europa.

Una mirada que, aprendimos en Mijail Bajtín, desacraliz­a y pervierte el orden de un mundo. Y el concepto de patria, fundadora de un orden, será el principal blanco de su lengua fi filosa, como en la escena donde rec corre los campos disfrazado con los re retazos de los diferentes uniformes de los soldados muertos, con el fin de no ser reconocido como soldado fr francés.

Y el humor negro, representa­do en el discurso gangoso de un soldado que fue herido en la lengua, con los que describe “una vida maravillos­a, una vida de tortura”, la misma que describe ese género carnavales­co por excelencia: el tango.

Céline, moralista y gran conoced dor de las miserias humanas, enti tiende que no hay lugar ya para el heroísmo y delinea unos personajes esperpénti­cos e inmorales, con rasgos exagerados, de grand guignol, como la sádica enfermera de dientes p podridos que goza sondando a los h heridos; el cura, con su tono afeminado y “sus palabras untuosas venidas del cielo”; el repulsivo médico del hospital de campaña, matasanos que pareciera salido de la clínica del Dr. Cureta; el temible y fantasmal Comandante, enjuto y sin mejillas; su amigo Cascade, gigoló traicionad­o por su esposa-prostituta o sus padres, ciegos ante el horror que los rodea, felices defensores de un mundo desapareci­do, a los que Ferdinand desprecia junto con el mundo y la literatura que representa­n, esta última, en las cartas perfectame­nte escritas que su padre le envía.

Y delinea también a sí mismo, héroe de guerra condecorad­o, cuyo secreto acerca de la desaparici­ón de la valija con dinero de su regimiento lo pone al borde del fusilamien­to, mantenido por una prostituta, la atractiva esposa de su amigo recién fusilado, en un mundo donde los héroes son a la vez parásitos, hipócritas o ventajeros, con los que compone, dema - nera magistral, el tema del traidor y del héroe.

Tuvieron que pasar noven ta años para que pu - diéramos encontrarn­os con este texto de una gran potencia visual y sonora que ejecuta, como en un drama musical, el relato de los horrores que le tocó atravesar a su autor, con el que se propuso “hacer bella literatura con trocitos de horror arrancados al ruido que ya no se acabará nunca”.

Desde acá, esperamos con ansia los próximos. ■

“Atrapé la guerra en mi cabeza”, nos enrostra el protagonis­ta en crudo, con frases perfectas como hachazos, quizás el tono más apropiado para la historia que se propuso contar Céline, moralista y gran conocedor de las miserias humanas, entiende que no hay lugar ya para el heroísmo y delinea unos personajes esperpénti­cos e inmorales, con rasgos exagerados, de

grand guignol, como la sádica enfermera de dientes podridos que goza sondando a los heridos

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oriente/occidente. arriba, de izq. a der., Georg Wilhelm friedrich hegel, Baruch spinoza y arthur schopenhau­er. al lado: hermann hesse y friedrich Nietzsche. abajo: algunas de las obras publicadas en español que se citan en el artículo.
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