“La actuación es una filosofía de vida”
El actor, junto a Gabriel Reches, crea una película personal, El villano, donde reflexiona sobre sus roles, la figura de “malo” en su vida y su vínculo con su padre.
Luis Ziembrowski perdió a su padre cuando tenía menos de dos años. Hoy tiene 62 y va a estrenar una película en la que cuenta algunos de los detalles de un reencuentro arduo, difícil. Necesario y esperado, también. Porque Santiago, ese hombre que se había “ido de viaje” –era la respuesta más común cuando el niño preguntaba por él– desapareció del entorno familiar, pero hizo su propia vida como aventurero, dedicándose al delito y el juego, transformándose en un fantasma que siempre estuvo presente al menos de ese modo, como un recuerdo borroso o el resultado de una reconstrucción hecha a partir de retazos: relatos parciales, recortes de diarios, viejas fotografías.
El villano es una película atípica, que no se ajusta exactamente a ninguna clasificación. Es un documental, pero incluye escenas de ficción en las que Ziembrowski –guionista y director junto con Gabriel Reches– despliega su talento para la actuación a partir de hechos que lo involucran de una manera muy directa, una tensión que flota todo el tiempo en el aire. “A lo largo de la vida tuve sustitutos de mi viejo: mi abuelo, mi padrastro, un primo mayor, maestros... Hasta que llegó la actuación: actuar es cubrir una ausencia”, explica él.
En 2006, tras la muerte de su madre biológica y su padrastro, este experimentado actor argentino decide ir a buscar a ese fantasma, que finalmente se corporiza en Mar de Plata. Hacía casi diez años que no lo veía ni sabía mucho de él. Llega con una cámara y registra ese choque: “La grabación de esos días es un enfrentamiento entre un cuarentón insoportable, que era yo, reclamándole a un viejo desvalido un ejercicio de memoria de los hechos más traumáticos de la familia”, recuerda ahora Ziembowski. Pasaron unos cuantos años más, cerca de veinte, para que esa decisión complicada empezara a cobrar mucho más sentido. Acompañado por su amigo Javier Diment, director de cine con el que ha trabajado más de una vez, produjo un nuevo acercamiento a ese hombre esquivo ya en el final de su días: Santiago, Israel, el “Ruso”, diferentes máscaras para un personaje opaco que la película intenta delinear con el esfuerzo de su autor, implicado profundamente en esa empresa titánica.
“Para mí la actuación es una filosofía de vida, además de ser una profesión –dice Ziembrowski–. La actuación mejora la vida, siempre encuentra posibilidades de narración sobre personas, sobre conflictos y ensambles, cofradías y clanes… Yo estaba con el dilema hamletiano del padre, y decidí hacer esta película para abordarlo, para ver cómo zafaba, o no, de eso”.
Y en esa misión, que no fue imposible pero casi, Ziembrowski tuvo que poner cuerpo y mente al servicio de una obra a la que le calza perfectamente el calificativo, tantas veces usado con ligereza, de “catártica”. Lo admite él sin reservas: “Me costó mucho acercarme porque fue el último encuentro que tuve con él –revela–. Después murió, eso también está en la película. Mi idea era reconstruir, rearmar algo que yo no recordaba: cómo fue y qué provocó el big bang familiar. Y explorar de paso el tema del padre como una figura y un vínculo que nutre mucho los conflictos desde siempre. Me refiero a los conflictos de la dramaturgia”.
Se valió de un abanico de recursos: archivos grabados, audios, fotos, entrevistas a familiares y a conocidos de Santiago, recortes de diarios de la época, escenas ficcionales apócrifas, aquel registro audiovisual del encuentro de 2006. Todo para verse a cara a cara con ese hombre que estuvo ausente cuando más lo necesitaba y llevar a cabo esa operación que el psicoanálisis sintetizó en una expresión que suena macabra pero tiene un sentido figurado: matar al padre, que equivale en verdad a liberarse de la dependencia psicológica y, en el mejor de los casos, liquidar el trauma.
“Mi idea era reconstruir, rearmar algo que yo no recordaba bien.”