Pepe Romeu: a bailar como sea
Romeu se había ido de Buenos Aires como actor y había retornado como escritor publicado y reseñado. En ese rol parece haber querido presentarse cuando concertó con su amigo Marcelo Sztrum, que colaboraba con la revista La Bella Gente/cronopios (una publicación que mezclaba temas más frívolos con el seguimiento de la escena cultural juvenil), una entrevista que sirviera como reinstalación en el panorama cultural de la ciudad. La nota, sin firma, salió publicada en el número 15, de febrero de 1971. El título era “Entre Hendrix y Rayuela” y retrataba un Romeu con roce de mundo, compadrito y sobrador, y, sobre todo, escritor. También mentiroso, pero eso lo sabían solo quienes lo conocían.
En la doble página, a la izquierda, se lo veía vestido de oscuro, con las piernas cruzadas y los pies descalzos, las manos también cruzadas sobre el regazo, con un cigarrillo en la izquierda, camisa de manga corta, un pequeño colgante con un lazo negro en el cuello, bigotes y el pelo ondulado inflado, como en una especie de afro. En la página derecha, en la que empieza el texto, hay una foto de grandes dimensiones de Bob Dylan, con sus rulos más desordenados que los del pequeño casco de Romeu. Según la nota, ese póster estaba en la habitación donde se hizo la entrevista: “una cama, un tocadiscos al que está conectado el bajo eléctrico, sobre una mesita tambores que trajo el poeta Ezequiel Saad de Marruecos, paredes lila sobre las que hay fotos del pasado, un afiche de Bob Dylan, un larguísimo electrocardiograma, fotos de piel humana vista con el microscopio, extrañamente psicodélicas”.
Aunque por momentos las respuestas parecen redactadas (y no dichas) por el entrevistado, así escenificaba la nota Sztrum, mientras escuchaban el primer disco de George Harrison, que acababa de salir, y Mercedes servía té o traía ciruelas o damascos.
En la entrevista, Romeu se presentaba, entre otras cosas, como “miembro fundador de la famosa revista literaria Ojalá nos salvemos, fundadora de una de las más importantes tendencias literarias de la Argentina: el confusionismo. Bebedor incansable de semillón en compañía de tres literatos graduados, residentes a mitad de camino del cielo. Pésimo actor en contadas y olvidadas obras de teatro”.
Con la complicidad del amigo cronista, desplegaba una cargada ironía en cada respuesta, en parte verdad, en parte mentira, en parte exageración, en parte chiste.
Por ejemplo, incluía a su amigo Daniel Bisbal (Ivancovich) entre “las mentes más lúcidas de mi generación”, junto a Timothy Leary, Mick Jagger, el activista A-bbie Hoffman, el pantera negra Eldridge Cleaver y… Mário de Andrade (que había nacido décadas antes que todos ellos, incluso que Leary). O decía, además de que estaba tocando el bajo (lo que era mentira), que habían armado una banda con Juan Carlos Comoglio en viola y Alfredo Slavutzky en percusión llamada Patrones del Ghetto. La idea de que fuese instrumental – sostenía– obedecía a dos motivos: que son “muy exigentes en cuanto a las voces” y que les gustaría que se sumara Tanguito, “pero él siempre dice: ‘De repente sí, de repente no’”. (Para sumar dramatismo: en ese mismo mes Tanguito fue enviado a la cárcel de Devoto, aunque es probable que la respuesta de Romeu fuese anterior.) O decía que la “música mexicana” estaba entre lo que más odiaba (una clara ironía en relación a la ranchera). O respondía la pregunta de cómo comenzó a escribir como si hubiera sido un llamado bíblico: “Él estuvo a mi puerta y llamó y dijo: si oyes mi voz y abres tu puerta, entraré a ti y cenaré contigo y tu conmigo y yo te diré: Yo conozco tus obras, que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! ¡Debes escribir! Y yo obedecí su voz.”
En relación a A bailar esta ranchera, Romeu asegura que quiso hacer lo mismo que Jimi Hendrix en Who knows en Band of Gypsys: “morder la estructura de su/ mi propia música, hacer estallar el lenguaje usado para recuperar algo de un pasado que tiene mucho que ver con el jazz. Y con conjuntos tipo Soft Machine o Quick Silver Messengers [sic] Service…”. La cita, si bien en lo conceptual podría ser adecuada, trasluce cierto esnobismo en las referencias ( Banda de gitanos se acababa de editar en la Argentina, Soft Machine o Quicksilver parecerían bandas casi imaginadas), como había ocurrido con algunos nombres de las mentes más lúcidas.
Por fuera de los chistes internos y externos y de las ironías y mentiras, lo que quedaba claro era que buena parte de su intención era dejar atrás la vida como actor que había tenido antes de su viaje y apostar por la literatura. Además de contar que acababa de enviar una obra al Premio de Monte Ávila, aseguraba que ya estaba escribiendo una tercera novela. Se mostraba influido por Hammet, D. H. Lawrence y Grass y destacaba, de la literatura argentina, a Néstor Sánchez (a quien juzga “indiscutible”), a Alejandro Losada (el autor de Andá a cantarle a Gardel, una elección extraña) y a Miguel Briante (a quien dice votar “con las dos manos”, en una clara alusión a cuando se pelearon a piñas). “¿Y Cortázar? Para mí solamente es Rayuela”.
La imagen que muestra en la prensa Horacio Romeu a sus 22 años es tan contundente como la que tenían sus amigos de él. Con la misma insolencia, inteligencia, bravuconería, pero también con una cosa muy sincera, poco careta, que termina de plasmarse en el cierre de la nota.
“Deseos: tener una credit-card sin límites de fondo en cualquier compañía aérea. Saltar la banca en un casino. Tener una moto de 759 cm de cilindrada. Asaltar un tren correo. Que todas las mujeres se enamoren de mí. Una televisión en colores”.
“Lo que más amo: La televisión en colores. La música de gente speed (quiero del rock todo lo que tiene de efímero e inútil; la improvisación, el feeling): The Mothers of Invention, Hot Rats, Ten Years After, Jimi Hendrix, Joe Cooker [sic], Janis Joplin, música free (Pharaoah Sanders [sic], Archie Sheepp [sic], Roland Kirk, Ornette Coleman, Steve Lazy [sic]). Las novelas de Emilio Salgari. Las películas de Terence Fisher, Roger Corman, Howard Hawks. Sin aliento, de Godard. La sofocación de El fuego fatuo, de Louis Ma- lle. Mercedes. La paella. Una noche con Franz en el bar Prague. Lo que se divide. Los gritos. Mis ojos. Dormir”.
“Lo que más odio: Mujica Lainez. La Joven Guardia. Las letras que junta Gudiño Kieffer. La música mexicana. El arroz pasado. Blow up. Vomitar. La impotencia. La policía. Las celdas. El desamor.
Autor: Éric Sadin Género: ensayo
Otras obras del autor: La siliconización del mundo; La humanidad aumentada; La era del individuo tirano; La inteligencia artificial o el desafío del siglo; Hacer disidencia Editorial: Saposcat, $ 12 mil
Publicadas anteriormente en periódicos como “Le Figaro”, “Libération”, “Corriere della Sera”, “Le Monde”, “Página/12” y otros, las notas, crónicas y entrevistas que componen este libro de Eric Sadin, filósofo francés de la tecnología reconocido por sus lúcidos aportes a este campo, bien puede considerarse como una introducción a su pensamiento. En términos generales, se convocan en estos textos los temas nucleares del autor: la inteligencia artificial, la industria digital, las redes sociales, el control de la mente, el teletrabajo, el anarcoliberalismo (o hiperliberalismo) digital, la realidad virtual, el individualismo liberal, el lenguaje de los algoritmos, la mercantilización tecnológica de la vida, los sistemas digitales como fuente de enunciación de “la verdad”. En esta capacidad atribuida a los programas que procesan datos, sin duda, radica una de las tesis más brillantes y críticas de Sadin respecto de las máquinas inteligentes. Esto es, en poner en entredicho, como una nueva “neolengua” orwelliana, la “verdad” que establece la reducción (o versión) informacional del mundo, en otras palabras, el totalitarismo de la economía digital.
Lo cual significa, para decirlo de una vez, que el tipo de abordaje y teorización que emprende Sadin no se limita meramente, si eso fuera posible, a una discusión ontológica, epistemológica, lógica o solo filosófica acerca de la inteligencia artificial. En realidad, de una manera frontal y hostil, plantea una cuestión política, sociopolítica, y también ética, que tiene por blanco la industria digital –Apple, Google, Facebook, Netflix y demás– y el capitalismo de plataformas, junto con los políticos, científicos, universidades y think-tanks que respaldan y promueven, alientan y promocionan, su implantación social como algo inevitable. No únicamente, por otro lado, aunque ya reviste cierta gravedad, porque las corporaciones dominantes de la tecnologías digitales poseen “la verdad” de las cosas, sino, en cuanto que esta producción industrial d e m a - sas se encuen t ra en cur so de reemplazar las decisiones h u m a - na s ( ya se sabe , fa l i ble s) por pro - tocolos y chips más c on f i a - bles, más expertos y racionales.
E l i n - c o n v e - niente de tal proceso de vocación universal es que no se trataría más, ni menos, que del advenimiento de una telesociedad generalizada, atomizada –en creencias, yoes, intereses personales– y aislada socialmente, una smart city administrada y gerenciada por las diferentes extensiones y terminales del espectro digital generado por el tecnoliberalismo. Sadin, en esta compilación, lo dice sin fatiga y sin pausa. Según sostiene, como corolario de la alianza entre anarcocapitalismo y tecnologías digitales, atravesamos una época en que se disuelve la responsabilidad moral de los actos humanos y lo social mismo, además de llegar a su final, dada el destrozo que produce, el individualismo liberal. En última instancia, en ello toma impulso el llamado a la acción política (dramático y urgente) de Sadin, y su exhortación a favorecer y llevar a la práctica nuevos modos experimentales de vida, que no se sometan a la robotización del pensamiento, del lenguaje y la existencia humana. ■
El tipo de abordaje y teorización que emprende Sadin no se limita meramente a una discusión ontológica, epistemológica, lógica o solo filosófica acerca de la inteligencia artificial.