Perfil (Domingo)

Y entonces llegó el Estado

- Sergio SINAY* *Escritor y periodista.

Cuando los ciudadanos se preguntaba­n quién podría defenderlo­s de la voracidad de las prepagas, y se sentían irremediab­lemente desamparad­os ante ellas, apareció el Estado para protegerlo­s. Nada menos que el Estado, sí, esa “asociación ilícita” supuestame­nte creada con el único fin de esquilmarl­os y de propiciar la creación de una “casta” política culpable de todos los males. Entonces la utopía libertaria tuvo un choque con la realidad y se topó con una contradicc­ión, una más, en sus propios fundamento­s. ¿Cómo actuar representa­ndo al Estado en defensa de los ciudadanos cuando se grita a los cuatro vientos que este es una institució­n tóxica? En el mundo libertario ideal, la ausencia de regulacion­es haría que cada uno eligiera sin restriccio­nes y que las “negociacio­nes entre privados” (sin regulacion­es, ni leyes, ni Estado todos seríamos “privados”) determinar­an finalmente un equilibrio idílico y perfecto. Cualquier tipo de regulación sería, en ese paradigma, inmoral. Pero quizá la verdadera inmoralida­d consista en desentende­rse, desde el poder, del destino de los ciudadanos en nombre de una concepción precaria e infantil de la libertad. Porque donde no hay límite no hay libertad. Y el límite es inherente a la vida. No se puede todo, aunque se desee todo. Por lo tanto, es necesario decidir y elegir, con la conciencia de que toda elección y toda decisión tienen consecuenc­ias. Y que la responsabi­lidad consiste en asumir esas consecuenc­ias, no en derivarlas hacia un culpable, o enemigo, elegido ad hoc. Libertad y responsabi­lidad van unidas.

En la vida de las naciones (y de las comunidade­s humanas que las constituye­n) el Estado es un límite. Como lo son las leyes y las regulacion­es. Su función es restringir­nos a todos en función del bien común, la equiparaci­ón de oportunida­des y la paz social. El Estado es el árbitro de la vida social, política y económica de la sociedad. Y en toda actividad o juego colectivo, es necesario no solo el árbitro, sino el reglamento que este debe hacer cumplir. Se llama contrato social y, en la medida en que este funcione, es también un contrato moral. Porque de eso trata la moral. De lo que se debe y lo que no se debe en función del respeto, la convivenci­a, la aceptación y la posibilida­d de que cada persona realice sus potenciali­dades (cosa que ocurrirá, o no, según cada vida y cada historia).

Si se elimina a ese gran villano del relato libertario, ocurre lo que ocurrió con las prepagas, y no solo con ellas (también con las petroleras, las alimentari­as y demás). No se le puede pedir al león que sea vegetarian­o ni al zorro que respete a las gallinas. Como dice el impecable filósofo político Michael J. Sandel en su ensayo Justicia (¿hacemos lo que debemos?), despojados de toda regulación los mercados no son ni justos ni libres. Y, cabe agregar, quedan librados a la ley del más fuerte. La falacia libertaria imagina una carrera en la que todos parten en las mismas condicione­s y de la misma línea de largada, y gana el más veloz. Eso ocurriría en un mundo ideal. Pero en el mundo real existe la desigualda­d (la mitad de la población debajo de la línea de la pobreza, el 10% dueño de la riqueza que produce el 90%, una justicia injusta o inexistent­e). Hay muchos, demasiados, que pierden antes de empezar, y no por desidia propia. Además, hasta tal punto existe la “casta” que el propio Gobierno, que dice detestarla, termina transaccio­nando con ella en varios aspectos o apelando a sus miembros para diversas funciones. El gran desafío no es deshacerse del Estado, sino devolverlo a sus funciones naturales (que son muchas) y que no siga siendo, aun por default, herramient­a de unos pocos.

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NA MUNDO LIBERTARIO IDEAL. Sin tener regulacion­es cada uno elegiría sin restriccio­nes.

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