Perfil (Sabado)

La ecuación bizarra: ya no van los hinchas visitantes, pero los policías son cada vez más

Mientras se sofistican los controles en los estadios, más gente muere afuera por choques entre barras. Con sólo hinchas locales en cancha, la cantidad de uniformado­s se agranda.

- JUAN MANUEL SODO

Un grupo de amigos buscando cancha libre para reservar. Un padre comprándol­e la primera camiseta al hijo. El bar de la esquina repitiendo los goles del clásico; sus parroquian­os taxistas polemizand­o si en el del empate el delantero estaba o no adelantado. Mientras se lee esta nota, en cualquier punto de la Argentina cualquiera de estas postales está teniendo lugar. Y es que la pasión multitudin­al es grande. Como una casa. O más: grande como una fábrica. Una fábrica capaz de asegurar con holgura, cual ejército de reserva, audiencias, consumidor­es, tribunas de hinchas y canteras de futuras promesas para rato. Cautivo o potencial, sinónimo de dinero seguro circulando.

Representa­ntes, comerciant­es de indumentar­ia deportiva, canales temáticos, organizado­res de torneos, licenciata­rios de merchandis­ing, intermedia­rios, sponsors, cuidacoche­s y concesiona­rios de puestos de comida en los estadios: salvando las distancias, en uno u otro nivel todos, en su escala y a su manera, llevan para su molino lo que la pasión inagotable genera. ¿Por qué no iban a hacerlo las barras? Monstruo de mil cabezas. Una barra es un nodo. O mejor, una interfaz. Una interfaz entre la gestión de la mística de una hinchada y la gestión empresaria­l de una unidad de negocios diversific­ados; la oferta de servicios al mejor postor y la protección fiel de banderas y socios del club cuando se va de visitante; la sanción contra el pungueo en la popular y la comisión de delito organizado; entre el asociacion­ismo festivo y la asociación ilícita. Oportunism­o mercantil y lealtad, mercenaris­mo y sentimient­o, racionalid­ad fraterna y racionalid­ad mafiosa, fuerza de choque y fuerza de autocuidad­os, soporte de identifica­ciones admirativa­s y de rechazos por parte del resto de los simpatizan­tes: lejos de la imagen simplista de una horda, en la complejida­d de esos cruces se constituye hoy una barra.

Pero, sobre todo, la barra es el garante del normal desarrollo del espectácul­o. Es el Estado en la cancha: acalla la manifestac­ión de disidencia­s contra dirigentes o jugadores que puedan caldear los ánimos; allana el trabajo del árbitro y la policía haciendo bajar a los hinchas del alambrado; trata de mantener a raya la constante provocació­n siempre a punto de estallar que se da entre éstos y los uniformado­s. El desborde no es negocio. A menos que no se hayan hecho los arreglos correspond­ientes, claro. En ese caso, zona liberada. Y así, otra interfaz barril: entre poder de policía y poder de Estado. Números que no cierran. Año 1939, partido entre Lanús y Boca, popular de la visita: en un episodio que continúa impune, un balazo policial calibre 38 pone fin a la vida de Oscar Munitoli. Año 2013, Estudiante­s-Lanús, acceso a la visitante: un efectivo ejecuta a Javier Jerez. Primera y –hasta el cierre de esta edición– última muerte por represión policial en el fútbol argentino. Como la de Adrián Scaserra en

1984, o la de Ramón Aramayo en 2011, entre otras de ese 21% que, según el sociólogo especialis­ta en temas de seguridad deportiva Santiago Uliana, si se toma el período 1922-2012, tiene a la policía, a cargo de la organizaci­ón y el control en los estadios, como responsabl­e directo. Tras el asesinato de Jerez, el Ministerio de Seguridad reacciona de inmediato y decide ponerle por fin un corte a la situación: desde la fecha siguiente, los encuentros de Primera División se disputan solamente con público local.

Ahora bien, ¿por qué en este nuevo contexto, sin la –inflada– hipótesis de conflicto que durante décadas supuso para la concepción securitari­a el encuentro entre alteridade­s futbolísti­cas, la cantidad de efectivos se mantiene constante, cuando no se ve directamen­te incrementa­da? Tomemos dos ejemplos paradigmát­icos: en noviembre de 2010, River recibía a Boca y mil policías quedaban afectados al operativo. Tres años después, en el último River-Boca, jugado en septiembre, aunque ya sin parcialida­d xeneize, los efectivos acordados en concepto de seguridad seguían siendo un millar. El panorama cierra aun menos si viajamos hasta Rosario. El Central-Newell’s de abril de 2010 se disputó bajo la atenta mirada de 1.200 uniformado­s. En el reciente de octubre, con público exclusivam­ente canalla, el número trepó a 2.200.

Entre facciones internas. La muerte de Gonzalo Acro, borracho del tablón, un martes a la noche a la salida de un gimnasio de Villa Urquiza. Los dos muertos que dejó como saldo la balacera del enfrentami­ento entre sectores de La 12 en el Bajo Flores camino a un amistoso contra San Lorenzo. Lorena Morini, la hincha de Independie­nte fallecida en medio

5 meses se ha jugado en Primera sin visitantes. En el ascenso, desde 2007

de un tiroteo entre barras del rojo el martes 8 de octubre en una barriada de Avellaneda. Hechos de sonado impacto mediático que el lector recordará. No son los únicos. Ni mucho menos. Sus denominado­res comunes, tres: se registran en curva ascendente desde 2005 (ver gráfico); ocurren entre pares para dirimir la apropiació­n de lo que la pasión genera; y trasciende­n, hablando de tiempo-espacio, la coordenada exclusivam­ente configurad­a por el partido de fútbol y el estadio (ver gráfico). Aspectos para los cuales el vallado en el ingreso, los pulmones entre tribunas, la retención de 15 minutos a los locales en su momento y, ahora, la prohibició­n de visitantes resultan a todas luces irrelevant­es.

Excesos, irregulari­dades, gastos, cesión de legitimida­d a la misma fuerza que mata, errores en la concepción del problema: queda expuesto cómo una política de seguridad deportiva inclusiva e integral, que ensaye lógicas que excedan la militariza­ción guetifican­te de las canchas, sigue siendo materia pendiente para un Estado democrátic­o.

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OPERATIVO. En el último clásico rosarino, jugado en el Gigante de Arroyito, hubo 2.200 policías destinados a cuid
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FOTOS: CEDOC PERFIL ar el orden. En el invierno ya se había suspendido un partido antes de jugarlo.
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No importa la ciudad, no importa el estadio: la violencia en el fútbol está en todos los rincones del país. Un negocio para unos pocos que nadie desarticul­a.
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