Como Tolkien, pero sin mística ni inteligencia
Si dos palabras definen a Thor: un mundo oscuro, son en francés: déjà vu. No sólo porque se trata de una secuela de la entrega, bastante pobre, que dirigiera Kenneth Brannagh con el mismo elenco, sino porque apenas comienza el film el espectador enfrenta una primera escena que es, casi plano por plano, la misma que inaugurase El señor de los anillos: La comunidad del anillo de Peter Jackson. Alcanza con cambiar el nombre del elfo Malekith por el ya clásico villano Saurón y la fuente de energía que aquí puede albergar todo mal por el anillo que condensaba el poder de todo el resto en la historia de Tolkien y se descubre que la similitud bordea el plagio descarado.
La primera mitad de Thor: un mundo oscuro es, tan sólo, una vía de llegar a la segunda. Nada interesante o novedoso ocurre salvo unas latas que flotan, y el elenco encabezado por Chris Hermsworth –de notorio parecido físico con el personaje de la historieta, aunque su mérito culmina en ese milagro aleatorio de la genética– deambula a la espera de que los villanos de turno se terminen de conformar y, entonces sí, comiencen las batallas –primero en Asgard, finalmente en la Tierra– que evitan, a duras penas, que la historia se transforme en un sopor. Esa acción, sumada al ya probado carisma del Loki interpretado por Tom Hiddleston –resulta triste observar a un actor de la envergadura de Anthony Hopkins en un rol tan chato, imposible de transformar en algo a su nivel–, evita que la historia sea un bodrio hecho y derecho.
Suele menospreciarse el cine de puro entretenimiento. Ese prejuicio, imposible de justificar con un discurso racional, tiene pruebas contundentes en su contra con películas, por ejemplo, de los mismos estudios Marvel, como las Iron Man con Robert Downey Jr. o Los vengadores. Sin embargo, ese mismo prejuicio parece basarse en películas que, como Thor: un mundo oscuro, cometen el mayor de los pecados para algo de planteo lúdico: ser aburrido.