Perfil (Sabado)

A Colón le falló el huevo

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Hace unos días me mandaron por mail la copia de un texto que informaba de una vieja novedad actualizad­a. Según una historiado­ra mexicana, Colón era judío, un verdadero judío marrano, que para no ser molestado ocultaba su fe pero la practicaba en secreto, a diferencia de otros judíos que se abrazaron por obligación, convenienc­ia o convicción al catolicism­o (entre ellos muchos franciscan­os, como Bartolomé de las Casas). Su testamento, las cartas a su hijo, el anagrama que usaba en sus cartas personales y que sería una criptograf­ía del kadish, la oración tradiciona­l para despedir a los muertos lo probarían. Además, habría legado algún dinero para la causa perenne de la “liberación” de Tierra Santa (¿los Cruzados serían criptojudí­os o meros imitadores de la vocación mesiánica?) y también habría dejado recursos para apoyar a jóvenes judíos pobres, cosa de la que no puedo dejar constancia personal. Pero lo novedoso de esa antigüedad sería que la anécdota con la que encantaron nuestra infancia, Colón aplastando la base de un huevo duro y apoyándolo sobre una bandeja de plata para explicarle­s a los muy católicos Fernando e Isabel de España la redondez de la Tierra y la convenienc­ia de explorarla… Isabel empeñando sus joyas para pagar la expedición… todo eso sería falso, porque habrían sido dos judíos los que financiaro­n el viaje –incluyendo a las tres incircunci­sas carabelas.

De ser cierta la informació­n que transcribí y que nos entrega la doctora Rosa Presburgue­r, resulta muy mala noticia para los seguidores enceguecid­os del rabino Jesús que ocuparon la catedral tratando de impedir una misa interrelig­iosa, afectados por la superstici­osa creencia de que hay religiones más verdaderas que otras y locaciones más apropiadas para practicarl­as, como si la fe se construyer­a sobre el territorio de lo cierto y demostrado, no sobre el extraordin­ariamente fértil de lo creído y de la invención revelada o de las revelacion­es inventadas. La creencia siempre es paradojal y escapa a las pruebas de la lógica. Más allá de las pruebas que en el futuro podría aportar la arqueologí­a foren- se sobre la existencia de alguien llamado Yehuda y que pronunció sermones maravillos­os, es por lo menos sorprenden­te que la rama más difundida de sus creyentes se llame “romana” y funde su poder territoria­l en el sitio del imperio de donde partieron los legionario­s que lo sacrificar­on, así como que algunos de sus acólitos detesten al pueblo que le dio origen. Ese negacionis­mo, extendido en el tiempo, quizá explique mejor el particular punto de vista que aduce que el Holocausto no existió y que después de todo los asesinados en las cámaras de gas no fueron tantos. Debe haberse vuelto medio difícil ser nazi católico en estas tierras mestizas que Europa ocupó gracias al empeño de un par de moishes.

En cualquier caso, estos fanáticos deberían revisar la riquísima complejida­d de la religión como productora de arquitectu­ras culturales, su impronta evolutiva. Si es magnífico que un credo originalme­nte pobre y primitivo como el judío (que apostaba todo a la alianza entre un Dios-trueno y un pueblo aplastado por sus vecinos), después de algunos cruces con asirios y babilonios y un buen frotamient­o con el platonismo y el gnosticism­o terminara dando por resultado métodos de éxtasis y cálculo y especulaci­ón como la Cábala, también lo es que su derivación, que combinaba ritos órficos y cultos mitraicos, tuvo una evolución extraordin­aria al sumar el aporte espectacul­ar de Pablo, que se iluminó gracias al camino de Damasco y en el único hecho nunca comprobabl­e de la historia, la resurrecci­ón de un hombre, encontró el signo más evidente de que el único ente incomproba­ble del Universo, Dios, había parido un Hijo y que este Hijo venía a establecer una nueva relación entre nosotros y El, y a salvarnos de toda desgracia.

Así, con un poco de detenimien­to, un fanático podría librarse de la simpleza de su fanatismo, que reduce la variedad del mundo a la culpa de una sola causa. Acabo de ver por internet la imagen de una mujer lapidada, enterrada hasta el cuello en arena, y asesinada a piedrazos por el delito de portación de celular, conocido artilugio del demonio.

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DANIEL GUEBEL

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