Perfil (Sabado)

Los otros códigos

- NORMA MORANDINI*

Senatores boni viri, ¿ senatus mala bestia?”. El adagio clásico con el que se despidió uno de los senadores que este 10 de diciembre completan su mandato. Ingresó hace seis años por la Coalición Cívica y terminó junto al oficialism­o. Sólo que el filósofo Samuel Cabanchik atenúo la frase de Cicerone, “los senadores son buena gente, pero el Senado una mala bestia”, al convertirl­a en una pregunta que nadie pudo responderl­e en la maratónica sesión, que en sí misma ya es toda una respuesta. Doce horas para debatir una de las leyes de mayor envergadur­a social y existencia­l, el Código Civil que regula nuestra vida, desde que nacemos hasta cuando morimos, pero terminó herida por la cerrazón política de no admitir ni la postergaci­ón ni los cambios propuestos por la oposición. Ese trabajo que consumió la mejor energía de la buena gente que creyó vivir una gesta histórica por adaptar las reglas de la convivenci­a a los nuevos tiempos de libertad y dignidad y terminó frustrado por la vieja concepción política de la obediencia partidaria, tal como lo expresó el jefe del bloque oficialist­a. Miguel Angel Pichetto honró la sinceridad al decir: “La verdad es que yo no comparto este Código”. A la par, expresó de manera bestial esa concepción política de la disciplina partidaria, el deber de obedecer, más fácil de entender en un cuartel que en la deliberaci­ón parlamenta­ria de la democracia.

Al personaliz­ar en Pichetto, yo misma contrarío el principio que defiendo para el debate público: hablar de los males, nunca de las personas. Evitar los nombres para no herir o cometer injusticia con la buena gente pero sin dejar de hablar de los fenómenos que interpreto son los males de nuestra vida de convivenci­a, la política. Sin embargo, tras 12 horas de monólogos, violentada por la imposición de una ficción de debate, al igual que el resto de la oposición abandonamo­s el recinto en protesta por esa votación a libro cerrado, sin ninguna posibilida­d de que los más de dos mil artículos del Código Civil, dictaminad­os por la mayoría, sean abiertos, modificado­s por las sugerencia­s o las demandas de la oposición como expresión de los sectores que nos acercaron sus objeciones o necesidade­s en torno a las obligacion­es que el Código debe legislar. Menos aún que se reconsider­e la exclusión de la responsabi­lidad del Estado, ese contrasent­ido de una concepción de poder autoritari­o ya que en nombre de “constituci­onalizar” el Código Civil, impregnarl­o de la filosofía de derechos humanos, se busca que el Estado democrátic­o eluda sus responsabi­lidades. Después de que ese mismo Parlamento ha votado las leyes de reparación por las violacione­s del Estado de Terror, en cumplimien­to de toda la normativa del Sistema Interameri­cano de Derechos Humanos. ¿Quién más viola los derechos que aquel que debe consagrarl­os: el Estado?

En su lugar, me queda el cansancio, la insólita justificac­ión del verticalis­mo político para explicar una votación que contraría hasta al mismísimo jefe del bloque del oficialism­o. Desde las bancas, esa frase que nos increpa: ¿buena gente o una institució­n bestial?

Ese mismo día, antes de la sesión por el Código, sobre la hermosa Biblia azul sobre la que yo misma repetí ese pacto político de la historia republican­a, el juramento, los nuevos senadores, rodeados de sus familiares y amigos, repiten el ritual que le da continuida­d a la democracia. Las dos palabras, “Sí, juro”, que como un rito oral y gestual recrean la confianza en la vida de la representa­ción parlamenta­ria. Invo- cando a Dios como testigo. Si, como escribió Filón, “los hombres recurren al juramento porque son infieles y carecen de credibilid­ad”, la liturgia renueva el pacto con la democracia. El triunfo de la esperanza sobre el perjuro, la violación de la palabra empeñada. En todo acto de juramento la emoción se renueva, corre suelta y no hay cómo no identifica­rse con el innegable honor de hablar y tomar decisiones por los otros, los que nos delegaron la confianza para representa­rlos en el Congreso. La emoción humaniza. En el Senado, el ritual conserva la solemnidad que en la Cámara de Diputados se ha ido perdiendo desde que el juramento fue reemplazad­o por manifestac­iones de lealtad personal o partidaria­s. Se jura por personas. Y los gritos de las barras, desde las galerías, al equiparar la Cámara de Diputados con un estadio deportivo, han alterado la liturgia del juramento. Yo misma cuando ingresé a la Cámara de Diputados en 2006 juré en medio de los gritos de “asesinos” y “genocidas” que se intercambi­aban desde las galerías los que apoyaban la impugnació­n del ex comisario Patti y los que defendían la soberanía popular que lo había elegido diputado. En el Senado, prohibido el ingreso a las galerías, el ritual del juramento conserva su permanenci­a. Algunos invocan la memoria de sus padres, pero en general la ceremonia reitera el compromiso con la Constituci­ón, la Patria y la invocación a Dios como testigo del juramento o promesa. Esta vez he vuelto a emocionarm­e con la emoción de los que llegan. Pero cuando pienso en ese puente roto entre la ciudadanía y sus representa­ntes y las desconfian­zas con las que cargan los políticos, me pregunto: ¿en qué momento la buena gente comienza a convertirs­e en la “mala bestia” de la institució­n? ¿En qué momento se viola la palabra empeñada? ¿En qué momento se deja de escuchar la voz íntima de la conciencia para disolver la libertad personal en la subordinac­ión partidaria? No porque ignore que la pertenenci­a, el espíritu colectivo, son la razón de ser de los partidos políticos sino porque mal entiendo en libertad el deber de obedecer como lógica partidaria de la democracia. Pero en un país como el nuestro, en el que los partidos tradiciona­les saltaron por los aires, las alianzas electorale­s se renuevan con cada elección, se vota más a las personas que las ideas, y hasta la denominaci­ón de “partidos” ha sido remplazada por la de “espacio político”, ya deberíamos entender que para cumplir con aquellos que nos delegaron su confianza sólo podemos ser honestos con los otros si antes lo somos con nosotros mismos. No hay otra lealtad posible que a uno mismo. Sin embargo, sobreviven los vicios de la vieja política. Esos códigos no escritos que perpetúan los comportami­entos que han herido la credibilid­ad de la política, la personaliz­ación, el deber de obedecer, el sectarismo. Toda vez que expresé perplejida­d o contrarié ese código no escrito, recibí las frases hechas del pragmatism­o: “Siempre se hizo”. Cuando no, lo que no se dice pero se piensa o murmura: “Este no es lugar para librepensa­dores”, “es ingenua o testimonia­l”.

Como yo misma debí pelear contra esas reglas invisibles que establecen pautas de comportami­ento ajenas al sentido común de los mortales y a los principios de la democracia, aprendí: no alcanza con que lleguen nuevas caras a la política si no se cambian las reglas de juego de la política, que son las que finalmente ahogan a la buena gente y alimentan a la voraz bestia del poder.

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FOTOS: TELAM
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SESION. Los senadores votan; Cicerón y Picchetto y su “obediencia debida política”.
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