Perfil (Sabado)

Divo chocolatin­ero

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La agonía no fue tan breve y es luego de su muerte cuando comienzan tanto su crucifixió­n como su santificac­ión mediática. Por la mañana, alguien me comentaba haberlo visto en una entrevista, tiempo atrás, negándose al chantaje emocional de la beneficenc­ia, que supone que hacer el bien es depositar en la mano del que necesita la moneda que está por caer del bolsillo. Por la tarde, un programa de televisión mostraba a una señora que cargaba a un niño, tal vez su hijo, víctima de un daño severo –no sé cuál– y que aseguraba que el caballero multiimpla­ntado le había pagado un viaje a China para atenderlo. La vida de un santo no es una sucesión de estampas pías con un señor que tiene una espiga entre las manos mientras alza la vista al firmamento con expresión de carnero degollado, sino una película que empieza con un badulaque o un criminal que en un momento determinad­o hace su profesión de arrepentim­iento y con sus dichos y sus obras realiza su purificaci­ón moral y se gana arduamente el perdón del señor del cielo.

Con sus Ejercicios espiritual­es, Ignacio de Loyola inventó una gramática de la purificaci­ón para ser soldados de la causa de la Iglesia, y su procedimie­nto era someter al cuerpo a rigores físicos y mentales para ganar el alma y la trascenden­cia. Más moderno, como un chongo caído del paraíso de Visconti, Ricardo Fort entendió que las mortificac­iones del cuerpo podían convertirl­o en un dios y le permitiría­n ganar el alma y el amor de los dispuestos a creer que todo se consigue con dinero.

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