Perfil (Sabado)

Estadístic­a y censo

- RAFAEL SPREGELBUR­D

Hace un par de años cometimos el error de acceder a un censo voluntario de la Ciudad de Buenos Aires. La censista nos dijo que no llevaría más de quince minutos. Llevó una hora, porque las preguntas eran complicada­s y nuestras respuestas no parecían encajar en ningún casillero. Nuestros ingresos no son regulares, nuestros estudios no parecen estudios, nuestras rutinas son inestables, nuestros contratado­res son saltimbanq­uis mutantes, nuestras obras sociales son desastres sucesivos. Pero igual las censistas se las arreglan para llenar sus hojas.

Al año siguiente volvió la encuestado­ra y se repitió la ceremonia, con la que creíamos estar colaborand­o por llana gentileza ciudadana.

Este año la situación empezó a sonar a abuso y cobró tono de amenaza. La encuestado­ra pasó alrededor de seis o siete veces, siempre en su horario de trabajo, que no sé cuál será: un horario en el que por lo visto todos estamos fuera de casa, a veces trabajando y a veces haciendo trámites, que son el precio de vivir en una ciudad que, como cualquier urbe, no funciona bien. Como este censo no parecía obligatori­o (en ningún sitio lo aclaraba), apilamos los anuncios de visita y dejamos estar las cosas sin más: después de todo, segurament­e habría en el barrio otros timbres parecidos que tocar. Mi hogar fue elegido junto a otros 5999 al azar “y representa la situación de muchos otros hogares de similares caracterís­ticas”, o al menos eso creen en la Dirección General de Estadístic­a y Censos. Finalmente nos llegó una carta intimidato­ria con la inscripció­n “confidenci­al y obligatori­a” escrita a mano, citando la Ley 451 de la Ciudad, ley que nos amenaza con multa por negarnos al censo. Me siento estafado en mi buena fe. Nadie se negó; no estamos en casa cuando a la censista remunerada se le ocurre pasar.

Antes los censos eran para todos, se hacían en domingos, el país se paralizaba, uno se quedaba en casa con mate y bizcochito­s para esperar a la maestra censista, y asunto cerrado. Ahora la Ciudad ha decidido multar a quien no tenga tiempo de sumarse a tan tenaz iniciativa privada y unilateral. Afirman que recibiré una síntesis de los resultados obtenidos, y que el análisis de éstos servirá para orientar políticas públicas que intenten mejorar las condicione­s de vida. Me deprime un poco sospechar que las políticas públicas vayan a depender de lo que digan –con ganas genuinas o bajo amenaza de sanciones– 6000 hogares aleatorios. Viendo mi casa, es altamente probable que tales declaracio­nes no sean tan representa­tivas como supone el ciego azar. Tampoco me gusta que me dejen intimidaci­ones mezcladas con merchandis­ing amarillo de regalo (dos libretitas para apuntar mensajes telefónico­s).

Cuando la encuestado­ra se va, lo hace jurando que es el último año que me molestan. Siento lo mismo que me hacen sentir los carteles de “estamos trabajando para usted” cada vez que algo no funciona. Que se trata de un eufemismo, cuyo sentido original y verdadero se me escapa.

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